El paso del último tren

Padres: tres estampas del álbum familiar

Junto a rieles oxidados y música de acordeones, algunos pueblos sabaneros parecen resistirse a abandonar el pasado. En medio de ese paisaje el autor traza un perfil de su padre.

POR Javier Ortiz Cassiani

Enero 27 2021
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Cuando era niño, para espantar mis fantasmas al momento de ir a orinar antes de acostarme, mi padre me acompañaba cada noche al último rincón del patio de la casa. En una de esas noches, mientras nuestros chorros amarillos golpeaban la arena, descubrí que él orinaba sosteniendo su verga entre los dedos índice y medio. A la menor oportunidad a solas, no pude evitar constárselo a mi madre: “Mami, papi se agarra el pipí como un cigarrillo”. Mi madre convirtió ese apunte en tema recurrente de diversión familiar y lo repetía en cada reunión. Ninguno de mis diez hermanos podrá olvidar aquella graciosa ocurrencia del menor de la numerosa prole.

 

 


Mi padre, Carlos Ortiz Sequéa, era un campesino de Hato Viejo, un pueblo de Bolívar habitado por pescadores y agricultores, donde las brujas se divertían asustando a los borrachos perniciosos, y la modorra diaria de las calles polvorientas solo era interrumpida por el claxon festivo del ferrocarril Calamar-Cartagena. Junto a una gavilla de muchachos salvajes, con el torso desnudo y las camisas anudadas en la cintura, mi padre esperaba devotamente en las afueras del pueblo el paso de la locomotora para colgarse de sus vagones y disfrutar por un instante los privilegios del progreso. Ni siquiera la tremenda revolcada que la locomotora número 20 –la de mayor fuerza y velocidad de la compañía ferroviaria– le propinó a uno de ellos pudo atenuar el ritmo del ritual acostumbrado.

El 10 de agosto de 2005, yo estaba en la Biblioteca Bartolomé Calvo de Cartagena buscando información sobre aquel ferrocarril presente en mis cuentos de infancia, mientras en una clínica de Valledupar, el viejo Carlos, víctima de una próstata obstinada, agarraba el último chance de su vida en el tren de la muerte.


Mi madre, Élida Cassiani Sará, también de Hato Viejo, hija de un trabajador de la compañía ferroviaria, apenas comenzaba a dejar las muñecas cuando terminó consintiendo los coqueteos del cazador de arrancones del ferrocarril. Ella, que podía viajar en primera clase, y que miraba con recelo por la ventanilla a la caterva de los que se colgaban del tren.

No fue en el tren donde se vieron por primera vez pero mucho tuvo que ver en ello la vocación errante de mi padre. Solía irse largas temporadas de Hato Viejo sin previo aviso para donde sus familiares en pueblos cercanos o aparecía inesperadamente por Cartagena. Su tío materno José Agustín Sequéa tenía una colmena en el antiguo mercado público frente a la bahía y fue allí, en la algazara cotidiana, mientras pregonaba los productos de la región, donde supo de la existencia de mi madre. 

Ella se había venido por una temporada de Hato Viejo a Cartagena después de terminar la primaria para estudiar en un instituto que ofrecía cursos de comercio cerca al mercado público. Mi padre indagó por ahí, en los corrillos que armaba a la hora del descanso con los paisanos del mercado, quién era esa niña altanera que nunca compraba en la colmena de su tío. Algo de su fama de mujeriego redomado ya había llegado a los oídos de mi madre, y para ella, y para todos los que la conocían, estaba claro que las aspiraciones de la niña de los ojos de su padre, Prisciliano Cassiani, no encajaban con las pretensiones de Carlos Ortiz.

En una época en la cual para las mujeres pobres no era moneda corriente el estudio, mi madre dejó de estudiar muy pronto y regresó al pueblo. Apenas se enteró, mi padre se vino detrás. Una vez en Hato Viejo, incluyó en sus travesías de vagabundo la calle cerca al cementerio a la salida del pueblo donde vivía mi madre. Buscaba cualquier pretexto: iba a todos los funerales, llevaba flores a familiares fallecidos y se convirtió en asiduo cazador de pájaros en los terrenos que colindaban con el patio de la casa de mi madre. Sabía con anticipación los días en que viajaba en el ferrocarril y siempre estaba presto a colgarse de algún vagón donde ella pudiera verlo. Como a 20 kilómetros del pueblo en una pendiente que llamaban Juan Blanco, donde la locomotora bajaba la velocidad, mi padre se apeaba. Mucho de ternura había en la imagen de un hombre que se arrojaba de un tren, levantaba la vista, veía por unos instantes como una bestia resoplante se llevaba a su pretendida, daba la vuelta y emprendía a pie el largo camino de regreso hacia su pueblo. El corazón duro de la hija del ferroviario terminó por ablandarse y una noche, con dieciséis años de edad, se embarcó en el ferrocarril de los amores sin consentimiento.

El destino, siempre fortuito para los de su condición, los llevó a los campos algodoneros del Cesar, en tiempos en que las opciones de los bolivarenses pobres, negros en su mayoría, eran irse para Venezuela a ganarse unos bolos –como siempre han llamado en la costa a los bolívares– o ser reclutados para trabajar en los cultivos de algodón en el norte del Cesar. En esa época, las llanuras del Cesar parecían el sur de Estados Unidos, no solo por el algodón, sino por la cantidad de hombres negros que hacían la recolección. Manos negras y motas blancas contrastaban en la comarca, mientras se construían leyendas de parrandas vallenatas sempiternas, y al calor del whisky los políticos de la región le inventaban la identidad a un nuevo departamento con la ayuda de sus amigos andinos.

Mi padre fue hijo de esa diáspora por accidente. Una tarde de abril apareció Zenón en el pueblo, un amigo de infancia que desde hacía tiempo se había ido de labriego a los fincas algodonales cerca de Valledupar. Zenón se había convertido en uno de los hombres de confianza de los finqueros y cada tanto se presentaba en los miserables pueblos del norte de Bolívar reclutando jornaleros con el enganche de adelantarles dinero para que dejaran a sus familias. Mi padre dejó correr el rumor de que se iba de recolector de algodón pero lo que en realidad buscaba era ganarse la confianza de su compadre para que le adelantara el dinero y seguir la parranda con sus cofrades. Mi madre, que sabía de su extrema sinvergüenzura e intuía su argucia, le preparó la maleta en medio de presagios vergonzosos.

A la mañana siguiente se quiso morir cuando Zenón apareció en su casa con un camión lleno de labriegos preguntando por mi padre. No era muy difícil seguirle la huella a un parrandero en un pequeño caserío. Lo encontraron durmiendo la borrachera en casa de un amigo, lo subieron al camión y ni siquiera se dio cuenta cuando el negro Zenón le gritó a mi madre: “¡Élida, tráeme la maleta que aquí llevo a Carlos!”. Pasó la resaca en una larga travesía por caminos de tierra y agua rumbo a los algodonales del Cesar. Más tarde mi madre se le iría detrás con una niña de meses en el regazo y seis hijos más a la zaga. 

En los algodonales de la finca de Santander Durán, mi padre y mis hermanos mayores vieron el sol salir y ocultarse arrastrando pesados fardos de algodón, mientras mi madre preparaba alimentos para una profusa clientela de paisanos. Regularmente, al final de la jornada, a la vez que se hacían hombres prematuros, mis hermanos se arrimaban a la casa principal para ver, en la única televisión que existía en la hacienda, la lucha libre mexicana con todo su encantamiento de héroes enmascarados y pasados de kilos. 

Más adelante, mientras aumentaba la prole y la vejez de mi padre ya empezaba a asomar, la terquedad y la poca resignación de mi madre la llevaron a tomarse un lote de tierra para empezar a construir un rancho en uno de los primeros barrios de invasión de Valledupar. Allí plantaron dos árboles de caucho que crecieron con barbas de abuelo sabio y pies bien firmes sobre la tierra, alcahuetes de las travesuras cometidas por la muchachada de la cuadra.

El Cesar y Valledupar se convirtieron en la realidad, mientras que Bolívar, Hato Viejo y Cartagena empezaban a ser la nostalgia. Los hijos mayores buscaron refugio en otras ciudades y escribían cartas y telegramas prometiendo un mejor futuro para los menores y enviar dinero para pagar servicios atrasados. Mi padre, a pesar del traslado a Valledupar, continuó su vida de campesino en una pequeña parcela de tierra más adentro de las sabanas de Camperucho, que le regaló un amigo generoso. La vereda era apodada La Tigra porque, a decir de algunos campesinos, merodeaba por las noches una tigra cebada por los animales domésticos. Allí aprendí a levantarme con el aroma del tinto de la mañana, a predecir las lluvias, a pescar en los arroyos, y a escuchar historias de un Tío Conejo pequeño y astuto y un Tío Tigre arrogante y burlado. Mi interés por la historia nació de allí, de esas historias habituales, de pasos de trenes, brujas traviesas y héroes populares.

Mi padre tenía un amor popular por Simón Bolívar que llegaba a la idolatría. Solía contar sus hazañas con mucha pasión y exageración. No sé de dónde sacó la historia de que cuando Venezuela exigió los restos mortuorios del Libertador los colombianos no se los entregaron, sino que por el contrario –en una muestra de su exacerbado regionalismo– le habían entregado el esqueleto de un cachaco.

Recuerdo sus expresiones dirigidas al presidente de turno después del almuerzo: “Bueno, Barco, ya yo comí, tú debes tener un lío del carajo pensando en este país”; nuestras caminatas al Festival Vallenato; su papel de consejero de enamorados inexpertos; la manía de morderse el extremo de una solapa de la camisa; y la forma serena, con una leve sonrisa, en que recibía los reclamos y reproches de mi madre. Recuerdo también la vergüenza que le hice pasar con sus nada discretos compañeros de la carnicería en el mercado de Valledupar, cuando en la difícil edad de los trece años, después de comerme un enorme mango que me había regalado, me dio una pálida impresionante. 

Sus compañeros del pabellón de carnes estuvieron diligentes auxiliando en su contrariedad al hijo del viejo Carlos –como lo llamaban todos–, pero una vez me vieron recuperado lo convirtieron en el blanco de una avalancha de bromas. Uno de sus compañeros, de quien no recuerdo su nombre pero sí su carcajada de feria, dijo que todo se debía a que mi padre no era propiamente un mozalbete cuando me había engendrado, de modo que el polvo de mi concepción fue completado con meaos. 

Mi padre no era un portento de cariño pero jamás maltrató a sus hijos ni tuvo nunca una palabra disonante para mi madre. Yo lo recuerdo como un caminante empedernido que regresaba de sus largos periplos con un pedazo de panela, una cocada, o un cuarto de queso que me regalaba furtivamente. Con el tiempo fuimos creando una complicidad de pocas palabras que se sustentaba en los gestos. Cuando llegaba tarde de mis incursiones de adolescente noctámbulo tocaba la puerta simulando un mambo de Pérez Prado y él me contestaba con un silbido cómplice desde adentro.

Mi madre recuerda que amaba el carnaval y cada año en enero se compraba la mejor tela, con la que se fabricaba un capuchón para negar sus travesuras de pueblo. Yo no conocí su faceta de bailador de porros, boleros y valses, ni sus años de tomador de ron y whisky, porque antes de que yo tuviera conciencia del mundo decidió dejar de beber, presa de unas resacas nerviosas que no le permitían conciliar el sueño. 

Cuando llegó mi turno para la parranda, mis amigos más cercanos acababan cansados de escuchar mis comentarios sobre el parecido de mi padre con Ibrahim Ferrer, el cantante cubano del Buena Vista Social Club. Por esas aparentemente inexplicables casualidades de la vida, Ibrahim murió en La Habana tres días antes que mi padre. Me quedé con las ganas de vestirlo con la misma pinta que el cantante lleva en la carátula del disco donde aparece caminando y fumando distraído por una calle de La Habana Vieja. Me hubiera encantado tomarle una foto vestido de esa manera en una calle del centro histórico de Cartagena.

En sus últimos días cuando ya sus pies cansados no resistían las largas caminatas por las calles de Valledupar, se refugió en el patio de la casa a malcriar a los nietos y bisnietos que iban de vacaciones. Se levantaba temprano, ponía el café en la estufa y se iba al patio a regar las matas de mi madre. Desde la cama yo sentía el olor del café como una señal cómplice de mi padre para que no olvidara nunca aquellas historias que de niño aprendí a escuchar bajo la luz de los mechones. 

A pesar de la malicia natural para moverse en la vida, mi madre fue siempre su memoria. Solo se sabía el nombre de sus amigos entrañables y el resto eran “los carajos aquellos”, “el tipo ese”, “fulanito”, “zutanito” o “la carajita esa”. Mi madre me comentaba que jamás pudo aprenderse la talla de zapatos de sus primeros hijos y que durante algún tiempo anduvo con trozos de cuerdas en los bolsillos, del tamaño del pie de mis hermanos mayores. 

Hoy, sin embargo, sus recuerdos me abruman en México, esta ciudad populosa y de lluvias melancólicas donde habito. Sigo practicando su depurada estética urinaria, me sigue gustando orinar sobre tierra. He crecido, padre, frecuento otros patios y me habitan otros miedos, pero tú ya no estás para acompañarme.

ACERCA DEL AUTOR


Javier Ortiz Cassiani

En 2019, Libros Malpensante publicó El incómodo color de la memoria, una compilación de sus ensayos, columnas y perfiles sobre la raza negra. En 2020 se lanzó una segunda edición aumentada. Es columnista habitual de esta revista.