Carlos Framb, una vida al borde de la cornisa
Una madre que ya no respira, un hijo sedado junto a ella, cartas manuscritas, una botella de vodka y un frasco de morfina componían la escena de una muerte pactada. Carlos Framb, poeta de Medellín y el ejecutor de este suicidio asistido en 2007, protagonizó un juicio por homicidio, un libro, una película y una vida que aún intenta narrar sin que lo definan como “el que mató a la mamá”. Mientras tanto, la discusión sobre la eutanasia y la muerte asistida sigue presente en la conversación pública.
POR Ángel Castaño Guzmán

Carlos Framb en su adolescencia.
“Entrar en la muerte como en una fiesta”[1]
En la tarde del domingo 21 de octubre de 2007, en un apartamento del centro-oriente de Medellín, Iván Darío Henao Alzate encontró en la cama a su madre Luzmila Alzate, vestida con un piyama de blusa y pantalón rosados. Estaba fría y tenía las uñas moradas. Junto a ella, sedado, su hermano Carlos Framb tenía una bolsa plástica en la frente. Al final de la tarde, tres criminalísticos y dos investigadores llegaron a la escena de los hechos, custodiada por un policía.
Tras las entrevistas a los familiares de Luzmila Alzate, que estaban fuera del apartamento, los investigadores les contaron a los criminalísticos la hipótesis de que el hijo que era entonces atendido en el servicio de urgencias de un hospital cercano le habría dado a ella un veneno para luego tomarlo él. (En realidad, la sustancia fue una mezcla de benzodiacepinas, morfina y yogur). El 23 de octubre de 2007, un día antes de su cumpleaños 44, Carlos Framb fue acusado por la fiscalía de homicidio agravado, delito que en Colombia tiene penas de cárcel de entre treinta y cincuenta años.
En una audiencia del juicio, Hernán Berrio Castaño, líder de los criminalísticos del caso, hizo el inventario de las cosas que encontraron en el apartamento. Para darle mayor precisión al relato, tuvo a la mano el acta de Inspección Técnica a Cadáver (FPJ10). Contó que sobre el nochero del lado derecho de la cama había una hoja de block con el nombre Iván escrito a mano. Debajo de esta, un sobre de carta con páginas manuscritas. En el escritorio de la sala había tres sobres pequeños, una botella de vodka, un frasco pequeño de vidrio con la etiqueta Morfina Clorhidrato 3 % y un mug con blísteres de pastillas vacíos. En una silla estaban dispuestos los trajes de un hombre y de una mujer. En la pared detrás del escritorio vio un mensaje escrito a mano. No recordó qué decía. (Era la frase “Sin odio, sin armas, sin violencia”, del ladrón francés Albert Spaggiari)[2].
A la sazón, Framb era un docente con fama de poeta en virtud de los libros Antínoo y Un día en el paraíso (“El man declamaba sobre estrellas y galaxias, lo relacionaba con sus sentimientos. No era conocido hasta que mató a la mamá”, me dijo un reportero de La Chiva, un extinto periódico de Medellín). Durante el juicio su defensa consistió en que él ayudó a su madre a poner fin a los padecimientos de la osteoartrosis, el trastorno de sueño, las cataratas en ambos ojos y la depresión. Por su parte, la fiscalía argumentó que las convicciones religiosas de Luzmila Alzate descartaban el suicidio. El 8 de abril de 2008, en primera instancia, el juez Hugo Hernando Rueda lo absolvió del cargo de homicidio agravado, pero lo condenó por el de ayuda al suicidio. Una instancia superior confirmó la primera parte del fallo y anuló la segunda.
Framb contó esta historia en Del otro lado del jardín, un libro escrito tras su estancia en la cárcel Yarumito, de Itagüí. Una vez la primera edición llegó a las librerías y tuvo buenos números, fue entrevistado en prensa, radio y televisión. Muchos lectores se conmovieron con el hijo que ayudó a morir a la madre, mientras otros recelaron del grado de veracidad del relato. Después, Framb desapareció del radar público.
2
Y así se mantuvo hasta el 25 de octubre de 2024, un día después de su cumpleaños 61, cuando se estrenó Del otro lado del jardín, película dirigida por Daniel Posada, con Juana Acosta, Julián Román y Vicky Hernández en los papeles protagónicos (en 2025 el filme ganó tres premios India Catalina, incluido el de Mejor Largometraje Iberoamericano de Ficción para Plataformas). Como ocurre en estos casos, unos cuantos espectadores se interesaron por la obra que inspiró la pieza audiovisual. Fue lo que pasó con la editora Paula Andrea Marín C., que escribió en la revista online Corónica: “Anhelo que este libro de Carlos Framb siga encontrando lectores y lectoras, y que la posibilidad de elegir la eutanasia sea cada vez más una opción al alcance de la mayoría”.
Por esa película cité a Framb en El Acontista, un café-bar del centro de Medellín.

Fotograma de la película Del otro lado del jardín.
–Creo en la muerte para liberarse del dolor… pero no entiendo el suicidio de los jóvenes sanos –dice.
Con una cucharita aparta la espuma del capuchino, se lleva el pocillo a los labios. Toma una servilleta para limpiarse la boca. Bañadas por luces laterales, las paredes de ladrillo a la vista sostienen retratos de músicos de jazz. Estamos a finales de octubre de 2024.
Tiene voz clerical, monocorde. (Ni siquiera en el interrogatorio durante su juicio cambió de tono. “Él habla como si estuviera escribiendo”, opinó un conocido suyo). Dice que una a una las puertas de los placeres se le han cerrado en los últimos años. Ya no tiene la edad ni el dinero para entregarse al erotismo mercenario ni a la psiconáutica. Le quedan la lectura, la escritura, la pereza.
–La vida vale la pena siempre y cuando los gozos del cuerpo y de la mente superen a los sufrimientos. De lo contrario, está “el yogur” –dice.
A pesar de su admiración por los autores canónicos del pesimismo, en particular Arthur Schopenhauer, Emil Cioran, Thomas Bernhard, y de citarlos cada que tiene chance, Framb cree que la existencia es un milagro. Por eso, en la carta de su intento de suicidio les preguntó a sus familiares, a la posteridad: “¿Hay que esperar a decaer para consentir en irse?”.
–¿Eres un apóstol del suicidio?
–No lo soy. Ni de eso ni de nada.
3
–Sé que cuando la gente habla de mí dice “el que mató a la mamá” y no me molesta. Es más corto que decir “el que ayudó a morir a la mamá” – cuenta Framb, sentado en un muro lateral de la plazoleta del Museo Casa de la Memoria, en Medellín.
Habla de las dos llamadas que un concejal de Sonsón le hizo para informarle de su postulación a la medalla San José de Ezpeleta.
–En la primera llamada dijo que me iban a dar la medalla y un recurso. Así dijo, “un recurso”. Propuso que la ceremonia fuera en noviembre. Le dije que en esa fecha no. Coincidía con el reencuentro de mi promoción del colegio en Sonsón. No quise ir: no me parece divertido ver a personas que no veo hace 42 años. En la segunda llamada habló de la medalla y de la escultura de un artista del pueblo. No mencionó el recurso. Espero que no sea la escultura.
–¿Te imaginás que sí?
–Tocaría venderla por kilos en una marmolería de Medellín (risas). Esa medalla se la han dado a curas y monseñores. Me llama la atención que me la den a mí, un poeta gay, drogadicto, que mató a la mamá.

Facsímil de la nota publicada el 25 de octubre de 2007 en el periódico La Chiva sobre el suicidio asistido a la madre de Framb.
Vemos las luces finales de una tarde de enero de 2025. Por todos lados, desde la oscuridad de los casacos y los pomarrosos, hombres murmuran: “Blones, cripa, perico”. Los paseantes se acercan a las sombras, en un apretón de manos cambian plata por droga y se pierden en los más de veinte mil metros cuadrados del Parque Bicentenario.
Carlos Framb nació el 24 de octubre de 1963, en Sonsón, un pueblo de casi 40 mil habitantes, a 113 kilómetros de Medellín y próximo a un páramo. Es el menor de los dos hijos de Gabriel Henao, un agente viajero, y Luzmila Alzate. Su infancia pueblerina y su juventud en Medellín están contadas en Deslumbramiento, unas memorias líricas publicadas en 2016. Muy rápido el lector de ese libro se da cuenta de que el padre fue apenas un fantasma a ratos tierno, que en sus visitas a la familia pasaba el tiempo en las cantinas o en la cama, durmiendo la resaca. El perfil de Iván Darío –el hermano mayor– tiene dos o tres pinceladas. En la antípoda, la madre es una “cálida presencia” que cubre de besos al autor, le “canta al oído” y, en silencio, lo alecciona en el huerto de la casa. Ella fue el origen y será el destino.
Unas treintonas con tatuajes en los brazos liberan a sus perros criollos, se recuestan en un muro, encienden porros, los aspiran. Uno de los perros llega hasta donde estamos, olisquea, sigue con el juego de perseguir a los otros entre la gente sentada en las jardineras. Framb se ajusta una gorra de los New York Yankees. (Con el tiempo sabré que es un gesto usual).
–A un amigo le dije que ahora, a mis sesenta, debería recibir la llamada de la Academia Sueca y no la de un concejal de mi pueblo.
–¿Y qué te respondió?
–Me dijo que por algún lado se comienza –estalla la carcajada de dientes blancos, pulcros.
Un vendedor va de aquí para allá con una caja pequeña llena de chicles, mentas, cigarrillos. Cuando está cerca, Framb lo rechaza. El hombre sigue hasta la pareja de jeans apretados que comparte una botella de cerveza.
–Vender en la calle es muy difícil. Solo lo hice en México, cuando me quedé sin plata –dice con la vista en el tipo.
Un antiguo estudiante suyo me contará que él “amenazó con irse desde 2009”. Para darle un impulso a su obra, viajó con la carta de recomendación de un profesor de la Unam y con las promesas de un diplomático con el que leyó poemas en Bogotá.
–¿Por qué te fuiste a México?
–Fui llevado por cierto enigma de que hubiera escritores colombianos viviendo allá.
–Fernando Vallejo…
–Fernando Vallejo estuvo cuarenta años, ahora vive acá, en el barrio Laureles. Por allá estuvieron Germán Pardo García, Porfirio Barba Jacob, Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez. Y una poeta que no es muy conocida, Laura Victoria. ¿Sabes quién fue?
Digo que no. Sonríe. Se relame con la historia del almuerzo de Laura Victoria con Barba Jacob.
–El poeta le pidió a ella llevarlo al cuarto. En el camino le vomitó sangre encima. La muchachita tuvo que llevar al enfermo a la cama y luego bañarse en alcohol –ríe.
Pregunta si he leído El mensajero de Vallejo (Ahí leyó la escena del “bautismo hemático”). De nuevo digo no. Le pregunto si buscó a Vallejo en México.
–Lo llamé una vez, pero me dijo que estaba enfermo. Nunca más lo busqué. Cuando regresé a Medellín una sobrina de él me invitó a visitarlo. Ahí fue cuando me dijo eso tan terrible de que la vida es una pesadilla de la materia. No estoy de acuerdo. Sí, la vida tiene cosas malas, pero también produce asombro.
Entre septiembre de 2016 y septiembre de 2022, Framb vivió en Ciudad de México, Bacalar – concretamente en la Casa Internacional del Escritor–, San Cristóbal de las Casas, Oaxaca, San Miguel de Allende, Guanajuato y Cuernavaca. (“Dos semanas en Guadalajara y en Paraíso, un pueblito en el estado de Tabasco, donde fui invitado a un festival de poesía. En Puebla, brevemente”, dirá en un mensaje de chat). Trabajó cuatro meses en una librería de la capital mexicana, menos de un mes en San Cristóbal de las Casas y escribió poemas rimados para un rico antioqueño en Cuernavaca. El resto del tiempo sobrevivió gracias a los préstamos y a trabajos menores. (“Me fui a escribir o a morir”, dijo la primera vez que nos vimos).
No dejó amigos ni despertó la curiosidad de los editores. Trajo el proyecto de un libro sobre México, que tiene el título provisional de Del bronce y del fulgor, expresión tomada de las cartas de Madame Calderón de la Barca, una escritora del siglo XIX.
A metros del muro en el que estamos, un hombre en silla de ruedas activa un parlante portátil, destapa una cerveza. Cerca de él tres tipos miran las manos de un cuarto mientras arman un pucho de marihuana. Le pregunto a Framb por el libro no publicado.
–Será una galería de artistas extranjeros y mexicanos que hicieron su obra en ese país. Ya tengo listo el capítulo de Cuernavaca. Se lo mandaré al editor de Random House junto al índice del libro.
–¿Desde hace cuánto trabajas en ese libro?
–Cuando llegué de México traje algo, pero me concentré en él desde que estoy aquí. No le trabajo todos los días, pero sí he leído mucho. Soy lento para escribir y muy haragán. Me gusta mucho la cama. Me gasté casi seis años escribiendo Deslumbramiento, un librito de cien páginas.
–¿En cuánto tiempo escribiste Del otro lado del jardín?
–Once meses. O menos. A ver, salí de la cárcel en mayo o junio de 2008 y el libro se publicó en abril de 2009. Estuve encerrado en una finca de San Pedro de los Milagros, que un amigo me prestó. Allá no tenía distracciones. No soy muy de las matas.
–¿No? En tus libros hablas de la importancia del huerto de la casa de Sonsón.
–Sí, mi mamá vendía flores. Esa escena del huerto quedó muy bonita en la película... –mira alrededor. Se pasa las manos por el rostro, de arriba a abajo (otro gesto reiterado)–. Dejé que ellos adaptaran la historia como quisieran. Sí le pedí a Daniel que conservara la relación entre el hijo y la madre. Hay cosas que agregan, claro. El protagonista pide que le dejen llevar un ramo de peonías blancas a la tumba de la mamá, porque eran sus flores preferidas. Eso es inventado. Yo no sé cuáles eran las flores preferidas de mi mamá. De resto, sí reflejan nuestra relación…
Nos levantamos del muro. Atravesamos las nubes de marihuana rumbo al puente sobre la quebrada Santa Elena, que conecta el parque con el barrio Boston.
–Unos amigos pensaron que con lo de la película compraría un apartamento. ¿Para qué? No tengo herederos ni pareja. Prefiero vivir en un hotel.
–¿Por acá cerca?
–Sí. Queda cerquita de una casa en la que viví con mis papás y mi hermano.
–¿Vamos?
Subimos unas cuadras hasta una casa esquinera de granito gris. Framb señala la ventana más alejada del segundo piso, dice que fue su cuarto. Recuerda el susto cuando unos ruidos en la cocina los alertaron a él y a su hermano de la presencia de extraños. Framb se descolgó por la ventana para buscar a la policía.
–¿Bajaste por ahí? Eso está muy alto.
–Sí. Y lo peor es que las sábanas se soltaron y caí. Uno joven no siente las cosas. Salí corriendo. Igualito a Aida Merlano (risas).
–Y los ladrones…
–Cuando volví ya se habían ido. Después de eso mi hermano trajo a Bambino.
Mucho después de la noche de los ladrones, el perro Bambino fue sacrificado mientras uno de sus dueños estaba en el hospital y la otra en la morgue. En la película, este hecho convence a la fiscal de la inocencia del acusado. El personaje cree que con esa muerte Framb quemó los puentes con la vida.
Seguimos hasta Blue House. Framb paga 750 mil pesos mensuales por un cuarto con internet, cama, escritorio y nevera. Dice no haber vivido con nadie después del suicidio de su madre. Tampoco está dispuesto a hacerlo.
4.
Carlos Framb es un solitario. Sus amigos le reconocen la sensibilidad del poeta y el humor inteligente. Algunos lo describen con las palabras “desapegado” y “desagradecido”. (Uno explicó su comportamiento con la imagen de la mariposa: va de un sitio a otro, de un amigo a otro). De hecho, varios aceptaron charlar conmigo si no citaba sus nombres. También hubo quienes de plano se negaron a soltar prenda o hablaron a medias, con insinuaciones. Todos dicen que es un personaje encantador. Un romántico, en la acepción culta del término.
–¿Y cómo está Carlos? No hablamos desde la vez que lo mandé en taxi al aeropuerto en Ciudad de México –dice por teléfono el novelista y actor retirado Larry Mejía.
Al rato me enviará una foto de ambos en una tarima durante un homenaje a Gabriel García Márquez en la capital mexicana. También, un capítulo de la novela inédita Tumbas de gloria, en el que hace un paralelo entre Barba Jacob y Framb: nacieron en pueblos de Antioquia, cambiaron de nombre, fueron marihuaneros, homosexuales; sobreaguaron en México por la literatura y los sablazos.
–Framb no sirve para nada, solo para la poesía –dice Larry al final de la llamada.
–¿Y has hablado con Carlos? Hace mucho tiempo no hablo con él ni me interesa hacerlo –dice el poeta Rubén Vélez, sentado en un café cercano a su casa de Laureles.
A los días me mandará Sin violencia y con melocotón, una no muy velada versión de la historia de la muerte de Luzmila Alzate. El protagonista Ángel Franco tiene dos caras: por un lado es un cazador de amantes proletarios y, por el otro, un poeta incapaz de superar las influencias de Jorge Luis Borges. El texto deja en el aire la hipótesis del homicidio por piedad.
–También soy un poeta asesino, fui el que consiguió el veterinario que sacrificó a Bambino –dice Rubén antes de darle un mordisco a un muffin.
–No veo a Carlos hace mucho. No fuimos amigos –dice el novelista Simón Ospina desde Alemania. Él fue quien le habló al editor Juan José Gaviria del poeta juzgado por matar a la mamá. Incluso, reemplazó en una sesión del juicio al abogado defensor Santiago Sierra–. No hice nada, solo presencia –dice. Recuerda que para impresionar al hermano de Framb, la fiscal mostró las fotos del cadáver de la madre. En la novela Tiránico meláncólico, Simón le cambió el sexo a Framb.
“La mujer se sentó en la camilla y empezó a relatar cuando Julieta le preguntó por qué tenía una marca roja en la frente”, se lee en un pasaje. El recuerdo de la marca en la frente lo comparten quienes visitaron a Framb en el hospital. No se asfixió porque se durmió antes de cubrirse por completo la cara con la bolsa resortada.
Aparte de su carisma, muchos coinciden en que Carlos Framb es malo para devolver la plata prestada. Un sobreviviente centrado en sí mismo. Un contertulio de la época del viaje a México dijo que les sacó plata a los amigos con el pretexto del pasaje, aunque, en realidad, una “peliazul del Poblado” se lo dio con sus millas acumuladas. Framb concede que tal vez, en ciertas circunstancias, se aprovechó de gente. Entre 2008 y 2016 no tuvo trabajo. Recuerda las veces que leyó a la luz de una vela cuando le cortaron la electricidad a la casa de campo en la que vivía.
–En esa época sí pude haber abusado de la confianza de amigos... perdí algunas amistades. El que volvió de México es diferente al que se fue.
“He sido agua y sed, desnudez y llanto”
Entre los pitidos de las máquinas del pabellón San José del Hospital San Vicente de Paúl se realizó la audiencia preliminar del juicio. La jueza de control de garantías trocó el orden de los apellidos del sindicado. Luego verificó la presencia de los delegados del ministerio público, de la fiscalía, de la defensa (defensor de oficio). Cuando le dieron la palabra para identificarse, Framb habló despacio, enfermo. Tres veces la funcionaria le preguntó el apellido. Como si esto fuera poco, al pedir la legalización de la captura, el fiscal le dijo Carlos Bram.
En 1985, antes de un recital de jóvenes poetas, Carlos Henao Alzate abandonó sus apellidos para asumir uno nuevo. Tanto el cambio como la lectura en público se hicieron al amparo de la periodista y librera Aurita López. En Deslumbramiento Framb cuenta que ella coleccionaba palabras en un álbum de cubierta rosa. Inspirado en tal práctica, él creó…
–…una combinación entre frambuesa, una de mis palabras predilectas, y el acrónimo de fraternidad, misterio y belleza.
López quedó encantada. Escribió: “Framb, palabra húmeda y rosada que se queda temblando en los labios y cuya b final, como una burbuja, crece y estalla sin agotarse, derramando su almíbar sobre la punta de la lengua…”. Ella lo inició en el mundo borgeano al regalarle un ejemplar de La cifra.

Correspondencia de Aura López con Carlos Framb.
La de los apellidos no fue la única escena curiosa del proceso. Más adelante Santiago Sierra le pidió a Framb leer pasajes de la edición en inglés de Final Exit, el manual del periodista británico Derek Humphry cuyo subtítulo reza “Cuestiones prácticas sobre la autoliberación y el suicidio asistido para moribundos”. Framb resumió el contenido del libro. El defensor insistió en la lectura, ante lo cual el acusado pidió una versión traducida de la obra. En ese instante, la fiscal Flor María Hurtado convenció al juez de obligarlo a traducir algunos fragmentos durante la audiencia. Framb tradujo apartes hasta que el juez lo consideró pertinente. La acusadora quiso corroborar en caliente si en efecto él tomó de ese ejemplar en concreto las ideas para los suicidios de su madre y el suyo.
–La Fiscalía sostuvo la tesis de que el intento de suicidio fue una puesta en escena para esconder el homicidio de su madre –me dijo Santiago Sierra en su despacho de El Poblado.
En 1992, a petición de Framb, su hermano le trajo el libro de Humphry de los Estados Unidos. El encargo no obedeció a un interés abstracto. El 30 de octubre de 1990, en el cuarto de un hotel de Medellín, el escritor Ebel Botero ingirió una sobredosis de somníferos. Tras dos días en una clínica, sus familiares se lo llevaron a Manizales, donde al tiempo murió “avejentado y sombrío”, más o menos con la edad actual de Framb. Ebel fue una figura paternal para el muchacho recién llegado de Sonsón: leyó sus primeros poemas, le habló de Luis Cernuda, le pasó Narciso y Goldmundo, de Hermann Hesse, y le dio sustento a su agnosticismo. Tan estrecha fue la relación que los guionistas de Del otro lado del jardín incluyeron en la película un romance del tutor y el efebo. Framb los desmiente. Lo de ellos, dice, fue un vínculo literario. Para él el final de Ebel fue un fracaso y, para no repetirlo, se interesó en estudiar los caminos de la muerte dulce.
6.
Una tarde de febrero de 2025 muere en los árboles del Parque Bicentenario, la gente camina sin prisa entre las sombras del follaje. Alguien les toma fotos a los diferentes tipos de círculos dibujados en las baldosas de concreto de la plazoleta. Framb lleva la gorra de los Yankees y una camisa azul de manga larga. Charla con un joven de coleta. Al verme, me da espacio en la jardinera en la que están sentados.
–Seré Jesús, en la mitad de dos ladrones –ríe. El joven también, con la lentitud de quien tiene los pulmones llenos del humo de la marihuana. Detrás de ellos hay botellas vacías.
Framb busca en la galería de fotos del celular. Muestra una imagen con las portadas de Suicidio, de Edouard Levé; Apuntes sobre el suicidio, de Simon Critchley, y Notas de suicidio, de Marc Caellas. Un amigo prometió prestarle esos libros.
–¿No te cansa que te relacionen con el suicidio?
–No... ¿qué te digo? Las charlas que he dado en el ITM (Instituto Tecnológico Metropolitano) y en bibliotecas fueron sobre el suicidio o el libro o la película... Echo el mismo cuento autobiográfico. Ya tengo automatizada la carretica. Me da risa pensar que muera en mi cama de una indigestión (risas).
–¿Del otro lado del jardín es tu libro más conocido?
–Es el único que ha circulado por fuera de Medellín. Planeta también publicó mi poesía, pero vendieron pocos ejemplares.
–¿Es tu mejor libro?
–Mis amigos creen que el mejor es Un día en el paraíso, estoy de acuerdo con ellos.
Habla de la escritura de los versos como algo que le pasó a otra persona. Su obra poética tiene dos intereses, descubiertos al final de la adolescencia en un viaje a Barrancabermeja. Esa vez, en cuestión de horas, sintió el ardor de la carne masculina (“Mi mano se hundió en su cabellera, resbaló por la nuca, palpó la morbidez del hombro, reconoció la ondulación de la espalda y en el límite entre su piel más íntima y la noche, la breve y abrasadora llama del amor me envolvió”, se lee en Deslumbramiento) y el milagro de los astros en el manto del cielo (“Ante mí, girante y exorbitante, estaba la noche con su tiniebla y su recamado de alhajas sobre el hombro, noche de alta pared y hondo corredor, noche que anuncia la luz y la anonada”, escribió en sus memorias). El placer y la ciencia son los leitmotivs de sus cuarenta y un poemas publicados. Tiene un repertorio para las lecturas públicas, que recita de memoria.
La línea erótica corresponde a sus primeros años en Medellín, en los que leyó a Hesse y encontró la poesía en la Biblioteca Pública Piloto. Al calor de Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, y de El muchacho persa, de Mary Renault, escribió Antínoo, impreso en 1987 por la Fundación Simón y Lola Guberek. El librito recibió el respaldo de Jaime Jaramillo Escobar, Darío Jaramillo Agudelo y Germán Vargas Cantillo. La línea científica se materializó en Un día en el paraíso, publicado en 1994 con la intención de armonizar el verso con el espíritu de Cosmos, de Carl Sagan. (“Por años tuve una carta de Sagan en respuesta a una revista que le mandé, en la que incluía un texto suyo. La carta se perdió en un trasteo”, dirá en otra entrevista).

Framb junto a Jaime Jaramillo Escobar.
El de la coleta tiene hambre. Framb señala un local de comida rápida, a unos doscientos metros. El muchacho se pone en pie, lo vemos alejarse entre los vendedores ambulantes y las parejas que buscan un sitio para sentarse. Le pregunto si fue uno de sus estudiantes. Me dice que es el amigo de un amigo, que un profesor de la universidad le regaló un ejemplar de Un día en el paraíso. De eso hablaban antes de mi llegada. Charlamos de sus tutores, entre ellos el divulgador científico Antonio Vélez, en cuyo computador Framb escribió su segundo poemario. (Alguien me dirá que Framb selló el primer encuentro con Vélez con un abrazo y un beso en la mejilla, gesto que dejó al académico de una pieza).
Le pregunto por Cántico cósmico, el poemario de Ernesto Cardenal sobre el universo.
–Es un libro de poemas largos, retóricos –dice. Las prosas poéticas de Un día en el paraíso no superan la página.
Busca de nuevo en la galería de fotos del celular. Muestra la carátula de Forajido literario. Vida y tiempo de William S. Burroughs, biografía escrita por Ted Morgan.
–Me falta leer este libro para terminar la página dedicada a Burroughs –dice.
Le pregunto por Queer, la adaptación que hizo Luca Guadagnino de la novela de Burroughs. Dice que la vio en Bogotá. Le gustó, a pesar de que por momentos la película se aleja de los hechos.
–Por ejemplo...
–Burroughs no encontró el yagé en Ecuador, con el muchacho ese. Aunque la escena cuando ellos consumen yagé es muy bonita...
–¿Para vos fueron importantes los beats?
–No...
Habla del culto en México por los beats, de los guías locales que hacen tours en ese país para seguir los pasos de Allen Ginsberg, Neal Cassady, William S. Burroughs y Jack Kerouac.
–Me interesa más la vida de Burroughs que sus libros –dice. Mira en la dirección en la que el muchacho se fue–. Al ver a Kerouac, Dalí dijo que era más guapo que Marlon Brando. Por eso da lástima la forma en que murió, convertido en un señor barrigón.
Le pregunto por su vida sentimental. Cuenta que los seis años en México fueron de celibato.
–Esa es una tierra anticlimática. No tuve vida sexual en México. Bueno, solo un tirito.
Luego relata el viaje en el metro de la capital mexicana bajo los efectos de un ácido. Los vagones se llenaron de monstruos con rasgos mulatos, negros, zambos, indígenas. Ríe.
Compara su travesía sexual con la de un poeta de la generación del 27.
–Ayer terminé de pasar las notas que hice sobre Luis Cernuda. La experiencia me hermana con él. Fue un tipo muy amargo, un solitario total. Aparte de su obra, lo único que lo hacía mover era la belleza física de los muchachos. En mi vida he tenido cinco o seis amores platónicos o carnales. Muchos tarifados –dice.
Cada década le trajo una táctica distinta de seducción. “Hay pesca con sedal, con arpón, con red, con dinamita”, dirá. En sus veintes cazó a gente de su edad en bares y discotecas gais, en sus treintas y cuarentas acudió a los servicios de los prepagos con porte masculino. Después, en la época de la docencia, tuvo affaires con estudiantes cuando dejaron de serlo.
–Muchos de mis compañeros han sido heterocuriosos. Tenían novias y me hacían la visita –dice. Dos personas que lo conocieron en la juventud dijeron que siempre fue un enamoradizo. En confianza hablaba de sus conquistas–. A la edad mía uno pasó de la oferta a la demanda (risas). El público para uno es muy reducido, especialistas, gerontófilos.
–¿Estás enamorado?
–Mientras estaba en México un amigo me pasó el contacto de un joven de Medellín. Chateamos mucho tiempo, pero no hicimos videollamadas. La esperanza de conocerlo me hizo regresar a Colombia.
–¿Y cómo va esa historia?
–El muchacho es un ingeniero que vive con la novia. Somos amigos, nos entendemos muy bien. No creo que las cosas pasen de ahí.
–¿Y por qué?
–No imagino compartir la cama. Además, vivo al borde de la cornisa, siempre he vivido así. Tengo claro que si me enfermo o caigo en la precariedad me tomo el “yogur”. No tengo muchas opciones de longevidad.
La multitud en el parque crece con la llegada de la noche. Unos celadores pasan frente a los jóvenes que ofrecen marihuana, pastillas, cocaína. Los ignoran. Caminan hasta unas chicas, les compran porciones de tortas caseras. Le pregunto a Framb por las drogas. Habla de Las puertas de la percepción, de Aldous Huxley. Dice que los sentidos reducen la realidad a las proporciones necesarias para la supervivencia. Por el contrario, las drogas abren las válvulas sensoriales. Fuma marihuana, le echa gotas de tramadol a los jugos y al café. Conoce la mayoría de las drogas psicodélicas potentes. El fentanilo le despierta la curiosidad.
–El lenguaje se hizo para hablar de comida, de la cópula, del oro. Sirve para intercambio comercial y para las loas al rey. Por eso los poemas sobre las trabas utilizan las mismas imágenes.
No se ha inyectado heroína ni ha fumado bazuco. No descarta hacerlo. Cree que una sobredosis con esas sustancias sería una buena forma de morir. Volvemos al suicidio. Habla de las investigaciones de Humphry en el libro Final Exit: las armas no son ciento por ciento efectivas y estropean el cuerpo.
–Me quiero mucho para darme un escopetazo en la cabeza; las cuchillas dejan a los demás una escena dantesca, la soga y el salto por la ventana son antiestéticos. Prefiero hablar del nirvana porque el suicidio está asociado a la violencia.
La muerte ideal –la dulce– consiste en dormirse mientras el aire no llega a los pulmones.
–He pensado en la bolsa y el helio.
–...
–Sí, uno puede matarse ajustándose una bolsa en la cabeza y llenándola con helio. Uno se queda dormido y se muere a los pocos minutos.
Casi al final del documental Dulce como la muerte, de Wilson Andrés Velásquez, Framb hizo la prueba del helio. La escena fue recreada en la película Del otro lado del jardín, pero esta vez por los personajes de Framb y Ebel Botero.
Nos ponemos de pie, vamos hacia la entrada de la plazoleta. En la esquina, el muchacho de la coleta espera el cambio del semáforo. Cruza la calle. Camina hacia nosotros, Framb no le despega la mirada. Me despido.
7.
Carlos Framb es un tipo con suerte. Sin pregrado, fue profesor en colegios de ricos en Medellín. Años después, al despertar en la cama del hospital y ser acusado por la Fiscalía, recibió el apoyo de Fernando Alviar, Rubén Vélez, Álvaro Lobo y Héctor Abad Faciolince, entre otros intelectuales antioqueños (hubo dos colectas para pagarles los honorarios a sus abogados). Por sus amigos, fue enviado a Yarumito, una cárcel para funcionarios públicos, a pesar de él no serlo. Cuando el juzgado falló a su favor, una editorial internacional le encargó escribir un libro con los detalles de la muerte de Luzmila Alzate. Más tarde, en México, tras ser rechazado por varias productoras audiovisuales, Valentina Acosta le propuso comprarle los derechos para cine de Del otro lado del jardín.
–Siempre cae en lo blandito –resumió un colega suyo.
Carlos Framb escribió poemas sobre el amor griego y las estrellas en la época en que Medellín escalaba la lista de las ciudades más violentas del mundo. En sus clases, hacía trucos de magia.
–El man era bastante curioso, teníamos la percepción de que estaba “loco” por sus ocurrencias –me dijo una de sus alumnas.
Fue librero, escritor fantasma, viajero. Tuvo mecenas. Pero la gente lo recuerda por conseguir las sustancias con las que su mamá se mató. Lo hizo cuando la eutanasia ni estaba penalizada ni reglamentada. En ese limbo, pocos médicos los habrían ayudado. Hoy las cosas son distintas: desde 2015 el Ministerio de Salud ha registrado 753 eutanasias legales. Se volvió un apóstol de la muerte digna.
“Sin odio, sin armas, sin violencia”
De nuevo, plazoleta de la Casa Museo de la Memoria. Final de una tarde de marzo de 2025. Aunque los personajes sean distintos, la escena es la misma: una gente ofrece droga, otra la consume. Desde que le escuché decir a Framb que en las tardes se fuma un porro en este parque, le he propuesto encontrarnos aquí. No lleva la gorra de los Yankees, pero sí tiene un maletín negro a su lado. Vamos a una tienda cercana por un litro de cerveza y dos vasos plásticos. Me cuenta que hizo una siesta larga, quizá por las gotas de tramadol.
–En mi vida he tenido tres animales totémicos. De joven me gustó la inteligencia del delfín, más adelante la belleza del colibrí. Ahora me identifico con el perezoso –bromea.
De regreso en el parque habla de dos biografías en inglés que quiere leer para terminar el libro sobre México. Una es la de B. Traven, el autor de El barco de la muerte y El tesoro de la Sierra Madre.
–Casi no se sabe nada de él: ni dónde nació ni su verdadero nombre –dice. Pensé que el libro estaba en la fase final. Se lo digo. Le resta importancia a la búsqueda de bibliografía y dice que el libro se cerrará solo–. Para escribir Deslumbramiento leí casi quinientos libros. Apenas se publique, me desentenderé de él.
Le pregunto por la respuesta del editor de Random House.
–Esa gente tarda en contestar. El trato con él no es tan cercano como con otros editores.

Framb durante un conversatorio el pasado 20 de junio de 2025 en el Parque Biblioteca Guayabal de Medellín. Crédito: Sistema de Bibliotecas Públicas de Medellín.
El interés de Framb por escribir prosa narrativa surgió con Del otro lado del jardín.
–Durante el tiempo de la enfermedad de mi mamá y de mi trabajo de profesor no escribí ni una línea. Toda mi energía se iba en la pedagogía. También viví la libertad sexual. El escritor renació cuando salí de la cárcel –dijo otro día.
Cuando nos conocimos quería escribir un libro sobre las ciudades que a lo largo de la historia han sido templos del conocimiento. No es iluso: la falta de plata para vivir en ellas hace de la idea una quimera. Ahora habla de unas memorias de sus años silenciosos.
–No sé. Tal vez por hablarlo contigo he imaginado el proyecto. Ese libro comenzaría en el final de Deslumbramiento e iría hasta el comienzo de Del otro lado del jardín. Tengo que pensar si quiero vivir el tiempo que me toma escribir un libro. No sé si estoy dispuesto a verme envejecer. Y, por otro lado, ¿de qué voy a vivir? No tendré una pensión ni siempre me sostendrá un mecenas.
–¿Si tuvieras dinero no pensarías en el suicidio?
–Seguramente no. Pero tengo una gran desidia por el trabajo. No sirvo para nada.
–¿Y la plata de la película?
–Esa plata ya se acabó. Viví dos años de ella. Para mí no existe la noción del largo plazo.
–¿Crees que estás en el final de tu vida?
–No sé. No me imagino setentón ni mayor de sesenta y cinco. Además, ya veo los anticipos de la vejez. No tengo temor en la medida en que pueda tener control de ese final.
Cuenta que los editores del ITM publicarán De bronce y del fulgor. Acordó con ellos la entrega del primer borrador para mediados de junio o principios de julio. Cree que introducir un yo lírico que le dé realce a la prosa histórica será el último reto de su vida de escritor. Aspira a que el libro se lea con la facilidad de una novela.
–Hay muchos libros de viajeros extranjeros sobre México. Muy pronto descubrí que la presencia de lo siniestro, de lo macabro, es algo que diferencia mi libro del resto –dice.
Un joven nos interrumpe para pedirnos la botella de cerveza vacía. Se la paso mientras bebemos el último trago de los vasos plásticos.
–¿Y al fin qué pasó con la medalla de Sonsón?
–No han vuelto a llamar. Tal vez se dieron cuenta de que tengo cierta reputación...
Caminamos hacia el puente. Le pregunto cuánto cuesta suicidarse sin violencia.
–Conseguir las sustancias es relativamente fácil.
Pasamos por el lado de un hombre que murmura: “Clonas, clonas”. Cada pastilla de clonazepam cuesta menos de cinco mil pesos. Un vaso de vodka y sesenta “clonas” pueden hundir al individuo en el coma. El método es infalible si la persona se ajusta en la cabeza una bolsa sellada.
–Lo más caro es el hotel. He pensado en pasar mis últimos días en un hotel de lujo –dice Carlos Framb.
Ya en el puente, le pregunto si el suicidio de su mamá es su mejor obra. Dice que la mejor no, tal vez la más insólita. Luego, suelta:
–Nadie me ha preguntado qué habría pasado si mi madre hubiese quedado en coma… ¿le habría puesto la bolsa? Probablemente, así fuera un paso que la sociedad no estuviera dispuesta a aceptar.
Todo el material fotográfico de esta crónica cuenta con el permiso de reproducción de Carlos Framb.
[1] El primer epígrafe fue tomado de la carta de suicidio escrita por Carlos Framb. El segundo es un verso del poema “En mi vida”, del mismo autor. El tercero hace alusión a la frase que Framb escribió en una de las paredes del apartamento en el que se dieron los hechos.
[2] “Me pareció que resumía bien la naturaleza amorosa, dulce y pacífica de nuestro doble suicidio”, escribió Framb al respecto.
ACERCA DEL AUTOR

Periodista y magíster en estudios literarios. Ha escrito para El Espectador, El Tiempo, La Crónica del Quindío, Revista Universidad de Antioquia, El Malpensante, Arcadia. Trabaja en El Colombiano.