Démosle un chance a la guerra

¿Para qué sirve la guerra, si es que sirve para algo? El polémico profesor e investigador norteamericano tiene una respuesta sorprendente —y, si se quiere, chocante— a esta pregunta milenaria. No menciona ni una sola vez a Colombia, por lo que cada quien puede aplicar sus ideas como mejor le parezca.

POR EDWARD N. LUTTWAK

TRADUCCIÓN DE REBECA DONOSO DE ZARAMA

POR

Junio 27 2025
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Campamento de prisioneros en Angola. Fotografía de Richard Emblin.

ARMISTICIO PREMATURO

 

Hay una desagradable verdad que con frecuencia pasamos por alto. Se trata del hecho de que, aunque la guerra es un gran mal, sí tiene una gran virtud: puede resolver conflictos políticos y conducir a la paz. Esto puede suceder cuando todas las partes en conflicto se agotan o cuando una de ellas gana de forma decisiva. De cualquier manera la clave está en que el combate debe seguir hasta que se alcance una solución. La guerra trae paz sólo después de haber alcanzado la fase culminante de violencia. Las esperanzas de un éxito militar deben desvanecerse para que la reconciliación resulte más atractiva que seguir en combate.

 

No obstante, desde el advenimiento de Naciones Unidas y el endiosamiento de la política de las grandes potencias en su Consejo de Seguridad, a las guerras entre potencias menores rara vez se les ha permitido seguir su curso natural. En lugar de eso, de modo típico éstas han sido interrumpidas al inicio, antes de que pudieran agotarse, y antes de que se pudieran establecer las condiciones previas para un acuerdo duradero. Los ceses al fuego y los armisticios con frecuencia les han sido impuestos, bajo la égida del Consejo de Seguridad, para que las partes dejen de pelear. La intervención de la OTAN en la crisis de Kosovo sigue este patrón.

 

Pero un cese al fuego tiende a detener el agotamiento inducido por la guerra y permite a los beligerantes reconstituirse y volver a rearmar sus fuerzas. El cese al fuego intensifica y prolonga la lucha, una vez que ha finalizado el cese al fuego, y éste habitualmente finaliza. Esto probó ser cierto en la guerra árabe-israelí de 1948-49, que habría podido terminar en cosa de semanas si los dos ceses al fuego, ordenados por el Consejo de Seguridad, no les hubieran permitido a los combatientes recuperarse. No hace mucho, éste también ha sido el caso en los Balcanes. Los ceses al fuego impuestos interrumpían con frecuencia la lucha entre serbios y croatas en Krajina, entre los restos de fuerzas de la federación yugoslava y el ejército croata, y entre serbios, croatas y musulmanes en Bosnia. Cada vez, los oponentes usaban las pausas para reclutar, entrenar y equipar fuerzas adicionales para más combates, prolongando así la guerra y ampliando el alcance de matanzas y destrucción. Mientras tanto, los armisticios impuestos —nuevamente, salvo que sean seguidos de acuerdos de paz negociados— congelan artificialmente el conflicto y prolongan de manera indefinida el estado de guerra al proteger a la parte más débil de las consecuencias de negarse a hacer concesiones para la paz.

 

La Guerra Fría proporcionó justificaciones de peso para tal comportamiento por parte de las dos superpotencias, que a veces colaboraban entre ellas para obligar a los beligerantes menos poderosos a pactar, evitando ser arrastrados a dichos conflictos y resultar enfrentadas directamente. Aunque los ceses al fuego impuestos incrementaron, en últimas, la cantidad total de acciones bélicas entre las potencias menores y los armisticios efectivamente perpetuaron los estados de guerra, ambos resultados claramente fueron males menores (desde una perspectiva global) que la posibilidad de una guerra nuclear. Pero hoy en día, ni los norteamericanos ni los rusos están dispuestos a intervenir competitivamente en las guerras de las potencias menores, de modo que las desafortunadas consecuencias de interrumpir las guerras persisten, aunque no exista un peligro mayor que se esté tratando de evitar. Tal vez sería mejor para todas las partes permitirles a las guerras menores extinguirse por sí mismas.

 

LOS PROBLEMAS DE LOS PACIFICADORES

 

Hoy en día, los ceses al fuego y los armisticios les son impuestos a las potencias menores por acuerdos multilaterales, no para evitar la competencia entre las grandes potencias sino por motivos esencialmente desinteresados y ciertamente frívolos, como que a las teleaudiencias les producen repulsión las angustiosas escenas bélicas. Pero, de modo perverso, esto puede sistemáticamente impedir que la guerra se transforme en paz. Los acuerdos de Dayton entran típicamente en esta categoría: han condenado a Bosnia a seguir dividida en tres campamentos rivales armados, con las acciones de combate detenidas por el momento, pero con un estado de hostilidad prolongado indefinidamente. Ya que ninguna de las partes en conflicto se ve amenazada por una derrota o pérdida, ninguna tampoco ha tenido el suficiente incentivo como para negociar un acuerdo duradero; dado que ningún camino hacia la paz es siquiera visible, la prioridad que domina es prepararse para una futura guerra en lugar de reconstruir las asoladas economías y las sociedades devastadas.

 

Una guerra ininterrumpida con seguridad habría causado más sufrimiento y habría conducido hacia un resultado injusto desde una perspectiva o desde otra, pero también habría conducido hacia una situación más estable que habría dado paso verdaderamente a una era de posguerra. La paz se afirma solamente cuando la guerra se ha acabado de verdad.

 

Una amplia gama de organizaciones multilaterales interviene ahora en las guerras de otros pueblos. La característica que define a estas entidades es que se insertan en situaciones de guerra, pero se niegan a participar en el combate. A la larga, esto sólo contribuye a empeorar el daño. Las Naciones Unidas ayudará a los fuertes a derrotar a los débiles con mayor rapidez y de manera más decisiva, de hecho estaría realzando el potencial pacificador de la guerra. Pero la primera prioridad de los contingentes de paz de Naciones Unidas es la de evitar bajas entre su propio personal. Por tanto, los comandantes de unidad habitualmente apaciguan a la más poderosa fuerza local, aceptando sus dictámenes y tolerando sus abusos. Este apaciguamiento no tiene un propósito estratégico, como sería ponerse de parte del poder más fuerte; más bien refleja la determinación de cada unidad de Naciones Unidas de evitar la confrontación. El resultado final es impedir el surgimiento de un resultado coherente, que necesita de un desequilibrio de fuerzas lo suficientemente grande como para terminar la lucha.

 

Los pacificadores, cautelosos con la violencia, también son incapaces de proteger de modo efectivo a la población civil, que queda atrapada en medio de las luchas o que es atacada deliberadamente. En el mejor de los casos, las fuerzas pacificadoras de Naciones Unidas han sido espectadoras pasivas de infamias y masacres, como las ocurridas en Bosnia y Ruanda. En el peor, las fuerzas pacificadoras colaboran en éstas, como sucedió en el caso de las tropas holandesas de Naciones Unidas que ayudaron a los serbio-bosnios a separar a los hombres en edad militar del resto de la población cuando cayó Srebrenica.

 

Entre tanto, la sola presencia de las fuerzas de Naciones Unidas impide el remedio normal para los civiles que están en peligro, el cual es escapar de la zona de combate. Ilusionados con la idea de que serán protegidos, los civiles en peligro permanecen en el foco del conflicto hasta que ya es demasiado tarde para huir. Durante el sitio de Sarajevo, entre 1992 y 1994, el apaciguamiento interactuó con la pretensión de protección de manera especialmente perversa: el personal de Naciones Unidas inspeccionaba los vuelos que salían para impedir que los civiles escaparan de Sarajevo, obedeciendo el acuerdo de cese al fuego, que había sido negociado con los localmente dominantes serbio-bosnios, quienes por lo general violaban dicho acuerdo. La respuesta más razonable y realista a esta virulenta guerra habría sido que los musulmanes huyeran de la ciudad o que hicieran salir a los serbios de ella.

 

Instituciones como la Unión Europea, la Unión Europea Occidental y la Organización para la Seguridad y Cooperación Europea carecen hasta de la rudimentaria estructura de personal y mando de Naciones Unidas. No obstante, ahora buscan intervenir también en situaciones bélicas con consecuencias que son fáciles de predecir. Privadas de fuerzas incluso teóricamente capaces de competir, satisfacen los impulsos intervencionistas de los Estados miembros (o sus propias ambiciones institucionales) enviando misiones de “observación”, desarmadas o ligeramente armadas, que se enfrentan a los mismos problemas de las misiones pacificadoras de Naciones Unidas o a problemas peores.

 

Las organizaciones militares como la OTAN o la fuerza pacificadora de África occidental (ECOMOG, recientemente en funciones en Sierra Leona) sí son capaces de detener las acciones bélicas. Sus intervenciones todavía tienen la destructiva consecuencia de prolongar el estado de guerra, pero por lo menos pueden proteger a la población civil de sus consecuencias. Y, sin embargo, hasta en eso a veces fracasan, pues los comandos militares multinacionales, involucrados en intervenciones desinteresadas, tienden a evitar cualquier riesgo de combate, limitando así su efectividad. Por ejemplo, las tropas norteamericanas en Bosnia fracasaron una y otra vez en la detención de conocidos criminales de guerra que pasaban por sus puntos de control, por temor a provocar una confrontación.

 

Más aún, los comandos multinacionales encuentran difícil controlar la calidad y conducta de las tropas de los Estados miembros, lo que puede reducir el desempeño de todas las fuerzas involucradas al más bajo común denominador. Esto sería aplicable a tropas que de otro modo son muy buenas, como las británicas en Bosnia o los marines nigerianos en Sierra Leona. El fenómeno de la degradación de las tropas apenas puede ser detectado por observadores externos, aunque sus consecuencias son abundantemente visibles en las cantidades de víctimas muertas, mutiladas, violadas y torturadas que acompañan a estas intervenciones. El verdadero estado de cosas queda de manifiesto en la infrecuente excepción, como es el caso en Bosnia del vigoroso batallón de tanques danés que contestaba cualquier ataque disparando con todas sus fuerzas, deteniendo rápidamente el combate.

 

LA PRIMERA GUERRA “POSTHEROICA”

 

Todos los ejemplos anteriores de acciones bélicas desinteresadas y sus limitaciones paralizantes, sin embargo, han quedado en la sombra después de la actual intervención de la OTAN en contra de Serbia para defender a Kosovo. La alianza se ha apoyado sólo en el poder aéreo, para minimizar el riesgo de bajas en las tropas de la OTAN, y ha bombardeado blancos en Serbia, Montenegro y Kosovo durante semanas sin perder ningún piloto. Esta aparentemente milagrosa inmunidad contra las armas y misiles yugoslavos antiaéreos se consiguió a través de múltiples capas de precauciones. En primer lugar, y a pesar del ruido e imágenes que sugerían un desplazamiento masivo, de hecho se hicieron muy pocos ataques aéreos durante las primeras semanas. Eso redujo el riesgo de pérdida de pilotos y aviones, pero, por cierto, también limitó el alcance de los bombardeos a una pequeña fracción del potencial de la OTAN. En segundo lugar, la campaña aérea tenía como sus principales blancos los sistemas de defensa antiaérea, minimizando así las bajas presentes y futuras de la alianza, aunque al precio de una muy limitada destrucción y de la pérdida de cualquier efecto de conmoción. En tercer lugar, la OTAN evitó la mayoría de las armas antiaéreas dejando caer sus municiones no de una altura óptima, sino desde la muy segura altura de 5.000 metros o más. En cuarto lugar, la alianza limitó enormemente sus operaciones en condiciones climáticas que no fueran casi perfectas. Los oficiales de la OTAN se quejaban de las espesas nubes que les impedian realizar sus campañas de bombardeos, y con frecuencia limitaban sus operaciones nocturnas al lanzamiento de unos pocos misiles de crucero en contra de blancos cuya ubicación era bien conocida. De hecho, lo que el techo de nubes estaba impidiendo no era el bombardeo como tal —los ataques a baja altura se habrían podido realizar—, sino un bombardeo absolutamente seguro.

 

En tierra, muy por debajo de los aviones que volaban a gran altura, pequeños grupos de soldados y policías serbios aterrorizaban en vehículos blindados a cientos de miles de albaneses kosovares. La OTAN tiene una amplia gama de aviones diseñados para encontrar y destruir dichos vehículos. Todas sus principales potencias miembros tienen helicópteros antitanques, algunos equipados para operar sin una base de apoyo. Pero ningún país ofreció mandar dichos helicópteros a Kosovo cuando comenzó la limpieza étnica; después de todo, podrían haberlos derribado. Cuando finalmente se ordenó a los helicópteros Apache de los Estados Unidos, desde su base en Alemania, que entraran a Albania, y a pesar del enorme gasto para tenerlos listos durante años para entrar en acción “de inmediato”, se necesitaron más de tres semanas de “preparaciones previas” para desplazarlos y efectuar el viaje. Habiendo transcurrido ya seis semanas de guerra, los Apaches aún no habían volado su primera misión, aunque dos ya se habían caído durante los entrenamientos. La responsabilidad por esta excesiva demora no fue sólo de la burocracia; el ejército de los Estados Unidos insistió que los Apaches no podrían operar por sí solos, sino que necesitarían el apoyo de una barrera de contención de cohetes pesados para reprimir las armas antiaéreas de los serbios. Esto creó una carga logística mucho mayor que los helicópteros Apache y una nueva y evidentemente bienvenida demora adicional.

 

Mucho antes de que comenzara la epopeya de los helicópteros Apache, la OTAN ya tenía aviones, desplegados en bases italianas, que podrían haber hecho este trabajo igualmente bien: los “Warthogs” A-10 norteamericanos, fabricados para maximizar la efectividad de sus poderosas armas antitanques de 30 milímetros, y los Harriers de la Real Fuerza Aérea británica eran ideales para bombardeos a baja altura de blancos cercanos. No se utilizó ninguno de los dos nuevamente porque no podían bombardear con absoluta seguridad. En los cálculos de las democracias de la OTAN, la posibilidad inmediata de salvar a miles de albaneses de la masacre y a cientos de miles de la deportación obviamente no justifica las vidas de unos pocos pilotos. Es posible que esto refleje una realidad política inevitable, pero también demuestra cómo hasta una intervención desinteresada a gran escala puede fracasar en la consecución de un objetivo a todas luces humanitario. Bien vale la pena especular si los kosovares no habrían estado mejor si la OTAN simplemente no hubiese hecho nada.

 

NACIONES DE REFUGIADOS

 

La intervención más desinteresada de todas en una guerra —y la más destructiva— es la de las actividades humanitarias de socorro. El organismo más grande y de mayor duración ha sido la Agencia de Socorro y Trabajo de Naciones Unidas (UNRWA). Se construyó sobre el modelo de su predecesora, la Agencia de Socorro y Rehabilitación (UNRRA), que operaba los campamentos de personas desplazadas en Europa inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. La agencia UNRWA se estableció inmediatamente después de la guerra árabe-isarelí de 1948-49 para alimentar, amparar, educar y proporcionar servicios de salud a los refugiados árabes que habían huido de zonas en poder de los israelíes, en lo que antes había sido territorio de Palestina.

 

Al mantener a los refugiados vivos en condiciones espartanas, que estimulaban su rápida emigración o su asentamiento en otro lugar, los campamentos UNRRA de Europa habían mitigado los resentimientos de postguerra y ayudado a dispersar concentraciones de grupos nacionalistas con intenciones revanchistas. Pero los campamentos UNRWA de Líbano, Siria, Jordania, de la ribera occidental y de la franja de Gaza proporcionaban un estándar de vida mucho más alto del que los campesinos árabes estaban acostumbrados a tener, con una dieta más variada, con una escolaridad organizada, mejores cuidados médicos y ningún trabajo agotador en los pedregosos campos. Por tanto, tuvieron el efecto exactamente contrario. Se convirtieron en viviendas deseables en lugar de campamentos de tránsito abandonados rápidamente por un futuro mejor. Con el estímulo de varios países árabes, la UNWRA convirtió a una población civil, que deseaba escapar, en refugiados de por vida, que trajeron al mundo a hijos refugiados que a su vez dieron a luz a hijos refugiados también.

 

Durante su operación de medio siglo la UNWRA ha perpetuado una nación palestina de refugiados, preservando sus resentimientos en la misma fresca condición que tenían en 1948 y manteniendo intacto el primer brote de emoción revanchista. Por su propia existencia la UNWRA disuade la integración con la sociedad local e inhibe la emigración. Por otra parte, la concentración de palestinos en estos campamentos ha facilitado el reclutamiento voluntario o forzoso de jóvenes refugiados por parte de organizaciones armadas que pelean tanto con Israel como unas con otras. Es decir, la UNWRA ha contribuido a medio siglo de violencia árabe-israelí y sigue retardando el advenimiento de la paz.

 

Si cada guerra europea hubiera sido atendida por su propia UNWRA de postguerra, hoy en día toda Europa estaría llena de gigantescos campamentos de descendientes de desplazados galo-romanos, vándalos abandonados, derrotados borgoñones y visigodos inoportunos, sin mencionar a las naciones de refugiados más recientes como, por ejemplo, los tres millones de alemanes sudetes (es decir, aquellos que fueron expulsados de Checoslovaquia en 1945). Una Europa así se habría convertido en un mosaico de tribus guerreras, irredentas e irreconciliables en sus respectivos campamentos alimenticios separados. Habría ayudado a calmar las conciencias si se hubiese ayudado a cada nación en cada uno de sus desplazamientos, pero eso indefectiblemente habría conducido a una inestabilidad y violencia permanentes.

 

La UNWRA tiene sus contrapartes en otros lugares, como los campamentos camboyanos en la frontera con Tailandia que, dicho sea de paso, también proporcionaron un refugio seguro a los temibles asesinos del Khmer Rojo. Pero dado que Naciones Unidas se ve limitada por mezquinas contribuciones nacionales, el sabotaje a la paz, que hacen estos campos, está por lo menos localizado.

 

Pero esto no se aplica a las febrilmente competitivas organizaciones no gubernamentales (ONG) que pululan por todas partes y que ahora ayudan a los refugiados de las guerras. Como cualquiera otra institución, estas ONG tienen interés en perpetuarse a sí mismas, lo que significa que su primera prioridad es atraer contribuciones de caridad haciéndose presentes de manera activa en situaciones de alta visibilidad. Sólo los desastres naturales más dramáticos atraen alguna atención significativa de los medios de comunicación masiva, y sólo por breve tiempo. Muy pronto, después de un terremoto o de una inundación, las cámaras de televisión se retiran. En cambio, los refugiados de guerras pueden mantener el cubrimiento noticioso por parte de la prensa de manera sostenida si se les mantiene concentrados en campamentos de acceso razonablemente fácil. Acciones bélicas regulares entre países bien desarrollados son escasas y ofrecen pocas oportunidades a tales organizaciones no gubernamentales, de modo que éstas concentran sus esfuerzos en ayudar a los refugiados en las regiones más pobres del mundo. Esto asegura que la comida, el abrigo y la ayuda médica ofrecida —aunque pésima desde el punto de vista de los estándares de las naciones occidentales más desarrolladas— excedan con creces lo que la población local no refugiada tiene a la mano. Las consecuencias de esto son completamente previsibles. Entre muchos ejemplos, se destaca el enorme campo de refugiados a lo largo de la frontera de la República Democrática del Congo con Ruanda. Estos campamentos sostienen una nación hutu que, de lo contrario, habría sido dispersada, impidiendo así la consolidación de Ruanda y ofreciéndoles una base a los radicales para que realicen más ataques y matanzas, del otro lado de la frontera, en contra de la tutsis. La intervención humanitaria ha empeorado las posibilidades de una solución estable de largo plazo a las tensiones que se viven en Ruanda.

 

Mantener intactas a naciones de refugiados y conservar sus resentimientos para siempre ya es bastante malo, pero inyectar ayuda material en sus conflictos en desarrollo es aún peor. Muchas ONG, que se desempeñan bajo un olor de santidad, rutinariamente proveen de suministros necesarios a los combatientes activos. Indefensas, ellas no pueden excluir a los guerreros armados de sus estaciones alimenticias, clínicas y refugios. Puesto que los refugiados están presumiblemente del lado perdedor, los combatientes entre ellos por lo general están en retirada. Al intervenir con su ayuda, las ONG sistemáticamente impiden el avance de sus enemigos hacia una decisiva victoria que podría poner fin a la guerra. A veces, las ONG, imparciales hasta el error, ayudan a los dos bandos en pugna, impidiendo así que se agoten mutuamente y lleguen a un acuerdo. Y en algunos casos extremos, como en Somalia, las ONG hasta llegan a pagar dinero de protección a las bandas guerreras locales, que utilizan ese dinero para comprar más armas. Esas ONG, por tanto, están contribuyendo a prolongar la guerra cuyas consecuencias ostensiblemente pretenden mitigar.

 

HACER LA GUERRA PARA CONSEGUIR LA PAZ

 

Demasiadas guerras hoy en día se transforman en conflictos endémicos, que no terminan nunca, porque a los efectos transformadores, tanto de una victoria decisiva como de un agotamiento, se les cierra el paso por medio de una intervención externa. No obstante, y a diferencia del antiguo problema de la guerra, la extensión de sus males por las intervenciones desinteresadas es una nueva práctica errónea que podría ser reducida. Los elitistas grupos formuladores de políticas deberían resistir activamente el impulso emocional de intervenir en las guerras de otros pueblos, no porque sean indiferentes al sufrimiento humano, sino precisamente porque les preocupa y porque quieren facilitar el advenimiento de la paz. Estados Unidos debería desistir de las intervenciones multilaterales en lugar de dirigirlas. Deberían establecerse nuevas reglas para los campamentos de ayuda a los refugiados de Naciones Unidas, con el fin de asegurar que el socorro inmediato sea rápidamente seguido de una repatriación, absorción local o emigración, descartando el establecimiento de campamentos permanentes de refugiados. Y, aunque tal vez no sea posible constreñir a las ONG intervencionistas, por lo menos no deberían recibir estímulo o recursos económicos oficiales. Tras estas medidas aparentemente perversas se encontraría una verdadera apreciación de la lógica paradójica de la guerra y un compromiso para obligarla a servir su único propósito útil el de traer la paz.

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