“Es positivo que tu libro no sea fácilmente clasificable, que se resista a las categorías del mercado”
Una entrevista con Fernanda Trías
Con Mugre rosa, una novela que prefiguró la pandemia por el covid-19 y que ganó el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, la escritora uruguaya Fernanda Trías obtuvo reconocimiento internacional. El monte de las furias (Penguin Random House) es su nuevo libro, la historia de una mujer que vive sola en la montaña. La novela está inspirada en sus experiencias en Bogotá.
POR Juan Sebastián Lozano

Fotografía de Fernanda Montoro
Fernanda Trías dice que Colombia la eligió. No sueña con vivir en un pueblo tranquilo de Suiza: el caos de Latinoamérica la inspira, y la diversidad y el surrealismo colombianos la encantaron. Nacida en Montevideo en 1976, se entrega a su arte y, al parecer, no le importa sufrir en el camino si es necesario. Vivió en un apartamento helado en Bogotá, arriba de la Circunvalar, donde surgió la idea de El monte de las furias, su quinta novela. La rudeza del frío bogotano y el paisaje que veía por la ventana eran los propicios para escribir el libro; decidió sacrificarse allí durante la pandemia.
En la novela, una mujer vive sola en la ladera de una montaña, se adapta al difícil espacio y encuentra su lugar en el mundo. Llega por trabajo, pero sus jefes permanecen ocultos y son tenebrosos. Escribe y piensa mucho. Recuerda con sentimientos encontrados a su madre, frívola, su polo opuesto, y a su abuela, maestra de vida de brazos fuertes. La protagonista, sin nombre, vigila la zona junto a un celador típico con el que tiene una relación atípica; cerca hay una cantera, un área de extracción de recursos naturales. Un día encuentra un muerto en su jardín, y con el tiempo van apareciendo más.
La historia no está ubicada en un país específico; podría transcurrir en Colombia, pero también en otro paraje de Latinoamérica. Es un espacio imaginado donde, junto a la violencia de la realidad, pueden aparecer fenómenos extraños. En la novela hay profundidad, ideas, juegos gráficos y, sobre todo, poesía, algo característico en la obra de Trías.
Ha vivido en varios países del mundo y dice que se siente latinoamericana. Su última novela no está ubicada en un país específico; en esta hay un territorio propio que deriva en la búsqueda de un lenguaje propio.
Me gusta cómo lo decís: un territorio propio que deriva en la búsqueda de un lenguaje propio. Creo que hasta ahora no lo había escuchado de manera tan concisa y precisa. Es eso, exactamente, de ahí mi interés en deslocalizar. En todos mis libros hay un extrañamiento de la realidad, a veces porque la mirada de la protagonista está fuera de la realidad y produce ese extrañamiento, como en La azotea; o porque la realidad se ha vuelto tan extraña que es imposible no sentirlo, como en Mugre rosa.
Aquí me parecía que ese extrañamiento venía de la dislocación entre paisaje y lenguaje. Me siento latinoamericana; he vivido en lugares muy distintos: Francia, España, Buenos Aires, Chile, Nueva York (rodeada de latinos), y ahora Bogotá. Mi habla, por decirlo así, no es de ninguna parte; nadie la identifica como propia, ni siquiera en Uruguay. Eso me pone en un lugar incómodo y solitario, y me pregunto: ¿de dónde soy? Así fui entendiendo mi identidad como latinoamericana, cruzada por experiencias en distintos países de nuestro continente, por distintas maneras de hablar. Este ejercicio de extrañamiento entre territorio y lengua en la novela me permitía acercarme a la amalgama que es mi identidad, una identidad que abrazo como contaminada, en un sentido completamente positivo. Esta amalgama contaminada es lo que entiendo por ser latinoamericana.
De cualquier manera, comprendo la importancia de defender las literaturas nacionales, no abogo por una erradicación de lo nacional. Solo siento que esto es lo que soy y me conviene abrazarlo, hacer algo estéticamente, artísticamente, con eso. No pelear por una “identidad pura”, que, como sabemos, no existe, menos en América Latina, porque somos el resultado de la mezcla. No tendría sentido intentar mantener mi lengua pura y despojada de influencias; hago el movimiento inverso: apropiarme de mi diferencia y crear con ella. Tomé conciencia de esto después de Mugre rosa y empecé a pensar en describir un paisaje completamente colombiano, pero nunca se me ocurriría representar miméticamente el habla colombiana. No me interesaba eso, sino mantener mi manera de hablar y generar una extrañeza que jugara a mi favor en el texto.
¿Cómo surgió entonces la idea de El monte de las furias?
La novela surgió a partir de una experiencia personal: me mudé a un apartamento que quedaba muy arriba de la Circunvalar, en Bogotá, en una parte de Chapinero donde no hay edificios, por lo que del otro lado de la calle solo veía montaña verde, monte, digamos. Ese apartamento tenía dos ventanas, ambas mirando hacia las montañas; fue extraño estar cara a cara con ellas todo el tiempo. El lugar era helado porque las ventanas eran de mala calidad, no cerraban de manera hermética y quedaban rendijas por donde se colaba el viento que bajaba de la montaña, del páramo. Si me sentaba en el sofá, sentía el viento en la nuca; en fin, vivía aterida de frío. Viví allí el tiempo que me llevó escribir la novela. En un momento me di cuenta de que ese apartamento era tan importante para la escritura del libro que no podía irme.
Empecé a escribir la novela en 2020, durante la cuarentena por la pandemia, y me fui de allí en 2022, cuando ya la tenía escrita. A partir de esos pequeños detalles imaginé al personaje de la mujer que vive sola en lo alto de la montaña, porque esa era un poco mi impresión cuando llegó la cuarentena y quedé sola y encerrada en ese apartamento, sintiendo el frío metido en las paredes, el viento del páramo. También sufría subiendo hasta mi casa desde la Séptima, cargando las bolsas del supermercado.
Tenía esas sensaciones y, poco a poco, las fui transmutando en un personaje que no soy yo y en un ambiente que no era el mío; en el estado en que estaba, tras tantos meses encerrada por la pandemia, comencé a fantasear con que estaba sola y con que no había ciudad detrás. La historia se consolidó también al observar tantas veces la montaña, sus cambios: cómo la vegetación se veía de distinto color según el sol o el cielo; cómo se veía la niebla cuando bajaba y parecía que hubiera un incendio en el bosque, porque subía una columna de niebla muy similar al humo; cómo se veía cuando había tormenta y el cielo se ponía negro, o cuando salía el arcoíris. Más adelante hice salidas de campo a bosques de niebla y a bosques nativos para familiarizarme con la flora, sobre todo.
En un mundo caracterizado por la virtualidad y las pantallas, en una realidad fragmentada, en la que es difícil concentrarse por los estímulos del teléfono y las redes sociales, le apuesta a una novela que transcurre en un paisaje natural, una novela de tiempos lentos, muy lírica, sin mucha acción, al menos como la entiende el mercado editorial.
Sí, lo siento como una apuesta; es intencional hacer esos guiños en la novela, como cuando la protagonista dice que no escribe porque pasen cosas en su vida, sino porque nada ha pasado. En realidad, ocurren muchísimas cosas en su vida, en su mente y en su alma. Pero para el afuera, para lo que el mercado o la industria exigen, no pasa mucho. El mercado considera como acción cosas muy específicas, pero la vida está llena de acontecimientos: la montaña está llena de acontecimientos; nacen, viven y mueren seres en cada momento, brota una planta. Todo eso es acción. Acción es todo lo que es verbo conjugado, y de eso está llena la novela. El mercado entiende la acción de manera reduccionista. Esas ideas aprendidas sobre la acción o la trama no se replican en el lector; los lectores no están angustiados por la trama.
Por ejemplo, Mugre rosa también es una novela lenta y ha sido muy leída; a los lectores les gusta mucho, ha sido traducida a más de quince idiomas. Esa expectativa del mercado es del mercado editorial; los lectores no están pensando en eso, se dejan seducir o no por una propuesta. Con este libro he recibido más que nunca mensajes hermosos de desconocidos por Instagram, que lo han leído y caen bajo el influjo de la voz de la montaña y de la experiencia estética de la naturaleza.
En la novela, el celador le dice a la mujer: “Escribe un libro con mucha acción, son los que más se venden, los libros ‘pasa página’ ”. Lo gracioso es que el tipo ni siquiera lee, apenas sabe leer, pero repite ideas aprendidas sobre qué es interesante, qué vende.
Creo que es un acto político ir contra esas expectativas del mercado, que tu libro sea incómodo como objeto de consumo. Es positivo que tu libro no sea fácilmente clasificable, que se resista a las categorías del mercado. Que no sea de esas novelas que parecen escritas para convertirse en series de Netflix. Es un gesto político resistirse a eso y no subestimar al lector. No creo que mis lectores sean tan superficiales como para no disfrutar un libro centrado en el lenguaje, en el trabajo del lenguaje. En un momento en que estamos siendo arrasados por las exigencias del mercado y el consumismo, resistirse a alimentar la boca del mercado editorial me parece importante, una declaración de una poética.

Fotografía de Fernanda Montoro.
En el libro se refleja una profunda preocupación por el medio ambiente, por la preservación de espacios naturales. Para cambiar el mundo, en cuanto al cuidado del medio ambiente, al respeto por la vida no humana, ¿es necesario pasar de un sistema machista, patriarcal, a un sistema en el que el paradigma sea el feminismo?
La violencia que se ejerce sobre el territorio, las violencias extractivistas y el consumo depredador del medio ambiente son consecuencia directa del sistema patriarcal, de un paradigma que acepta que todo es para el consumo del ser humano, que los bosques son un recurso, que los ríos son un recurso. No, no son un recurso; tal vez son sujetos de derecho. Pensarlo todo de manera utilitaria para el ser humano es lo que nos tiene en este lugar. Hay un paradigma depredador versus un paradigma feminista, aunque no creo que todas las mujeres estén en un paradigma y todos los hombres en el otro; por supuesto, esto está mezclado.
Por suerte, la literatura no permite generalizar, o no debería. En la novela hablo de la historia de una mujer, y para no caer en la idea simplista de que las mujeres son buenas y cuidan el medio ambiente, y los hombres son malos y clavan el pico en la roca, la madre de la protagonista es distinta: ama el plástico, no tendría ni una planta en la casa. En la novela estoy hablando de una mujer específica, la protagonista, y trato de imaginar un horizonte utópico en el que ella logra un tipo de comunicación inédito con la montaña.
Los feminismos no pueden estar desligados de la lucha ecológica ni de la lucha de clases. Si se da un cambio en nuestra sociedad, que puede operar y en algún punto va a operar transformando el paradigma patriarcal en uno feminista, ese paradigma sería ecológico. El cuidado sería el modus operandi: el cuidado de lo otro, la convivencia armoniosa con todas las especies, con todo lo diferente, y una relación de respeto. Si pudiéramos transformar la sociedad y vivir desde un paradigma feminista ecológico, todos tendrían que estar ahí: hombres, mujeres, trans, cis, y todo lo que se invente. Esa es la gran utopía.
En la novela, y en otros libros suyos, como Mugre rosa y No soñarás flores, hay relaciones difíciles, tormentosas, entre madres e hijas. En El monte de las furias vemos cómo la protagonista, que se fusiona con el mundo natural, tiene un conflicto con la madre, que aprecia lo urbano y lo mundano. Háblenos de esta relación difícil entre madres e hijas en su literatura.
La relación madre-hija me parece muy interesante, más que la de madre-hijo. Por ser ambas mujeres, hay una identificación probablemente mayor que lleva a una lucha mayor por parte de la hija para separarse. Es más necesario y urgente para la hija construirse por contraposición. Mientras la madre de la protagonista ama lo urbano, la modernidad, la industrialización, la hija rechaza todo lo anterior y encuentra en su abuela una figura más parecida a ella, que metía plantas en la casa y construía un jardín.
Siempre me he preguntado qué hace más difícil la relación madre-hija. Tal vez es más urgente la diferenciación, separarse para no sentir que forman una amalgama. A veces las hijas se parecen mucho a las madres; es mi caso, por ejemplo, aunque en muchísimas ocasiones no es así. No sé por qué me interesa tanto esa relación, que ya venía explorando en otros textos y se impone porque vuelve. En esta novela hay un intento de reconciliación, de perdón mutuo entre madre e hija, pero no se logra sanar esa relación.
¿Qué nos aporta la novela, como género, hoy, en un mundo tomado por las empresas de Silicon Valley y la inteligencia artificial?
No sabría decir qué aporta la novela como tal, porque la novela como género único no existe. Hay novelas que no aportan nada diferente a una serie de Netflix; están concebidas desde los mismos valores: ser entretenidas, con acción, sin aburrir, fáciles de leer, con un final claro. Depende de qué tipo de novela se hable. La novela es un género muy amplio; prácticamente cualquier cosa entre tapa y tapa puede ser una novela, incluso lo más experimental o fragmentario.
Lo que aporta algo distinto es una literatura que propone otra manera de mirar, de estar en el tiempo, que plantea preguntas y no respuestas fáciles, que invita a la imaginación. Ninguna película despierta tanto la imaginación como un libro, porque la película te da las imágenes plasmadas, mientras que un libro te da coordenadas, pero las imágenes las crea cada mente. Cada lector visualiza de forma diferente a un personaje o un ambiente; eso es lo maravilloso de leer. La literatura que hace una diferencia te lleva a imaginar, despierta la curiosidad y te invita a vivir una experiencia estética distinta. Por eso es importante la literatura que se revela contra el mandato de la velocidad, de la efectividad, del lenguaje económico.
Me llama la atención que editores, periodistas o críticos resalten como un valor supremo las frases cortas, casi sin adjetivos, vinculadas a un lenguaje económico. Toda propuesta estética que se resista a eso me parece valiosa, porque aporta algo distinto a lo que ofrecen otros soportes.
En la novela hay una narradora no humana y frecuentes fenómenos extraños. La historia no está ubicada en un lugar ni en un tiempo específicos y tiene elementos de ciencia ficción. ¿Le parece que su novela formaría parte de esa gran familia en construcción que es el weird fiction latinoamericano? Por otro lado, ¿cree que el weird y los géneros o tendencias cercanas a este son los más propicios para narrar el mundo actual?
No sé bien qué es el weird fiction; he oído hablar mucho de él, pero cultivo la ignorancia sobre los géneros. Como escritora, no quiero encajar en ninguno. Me interesa que mis propuestas irrespeten los límites entre géneros, que tomen de cualquiera, que echen mano de lo necesario. Me atrae la mezcla y el bastardismo literario que surge al no preocuparse por encajar en un género específico.
El realismo tradicional se vuelve insuficiente para narrar las historias que muchas escritoras estamos pensando, que plantean preguntas importantes de este tiempo, como nuestra relación con la naturaleza. Los narradores no humanos surgen porque nos preguntamos por otras subjetividades, por otras maneras de estar en el mundo, para imaginar un futuro posible, distópico o utópico. Para narrar esto, el realismo no basta; es necesario echar mano del fantástico, del horror, y supongo que ahí entra el weird fiction.
Cuando publiqué Mugre rosa, sabía que era una distopía. Algunos amigos lectores me dijeron que era ciencia ficción; yo no lo hubiera llamado así, porque mi idea de ciencia ficción es la anglosajona, más dura. Me parece interesante escribir irrespetando los límites entre géneros y luego escuchar a los lectores y saber cómo leyeron el libro. Si me dicen que El monte de las furias es weird fiction, digo: qué interesante, escribí weird fiction sin saberlo y sin tener mucha idea del género.
¿Por qué eligió vivir en Colombia? ¿Cómo ve el país en este momento?
Elegí Colombia tal vez por azar, o Colombia me eligió. Reafirmé mi decisión de quedarme en varias oportunidades. Llegué invitada por la Feria del Libro y me sedujo su complejidad. Hay personas que desean vivir en lugares tranquilos, poco conflictivos; no es mi caso. No me gustaría irme a un pueblo donde no pase nada o a un país occidental tipo Suiza. Me alimento creativamente de los contrastes, de la diversidad, de la energía del caos. Cuando llegué a Colombia, sentí un gran estímulo creativo.
En Colombia, como en otros lugares, todo es una fuente de estímulos: sonidos, sabores, la relación de la gente con su cuerpo, y ni hablar de la naturaleza, la diversidad de paisajes. En la Séptima, en el centro de Bogotá, podés ver cualquier cosa, lo más diverso y divertido. Eso me funcionaba, me parecía muy estimulante. Cuando llegué en 2015, había una gran efervescencia, una sensación de esperanza, al menos en mi círculo, por los Acuerdos de Paz con las FARC. Después vino una gran decepción, pero en ese momento no la había. Noté que era un lugar con todo por hacer, por construirse, como pasa con los países jóvenes.
Como docente, trabajo con gente que quiere escribir. Sentí que aquí había mucho por hacer en ese sentido. La relación que he construido con escritores jóvenes ha sido muy positiva, de alimentación mutua; recibo mucho, puedo dar, y siento que mi contribución es significativa, aunque sea en este pequeño mundo de quienes amamos escribir y de la literatura.
ACERCA DEL AUTOR
(Bogotá, 1982). Escritor y periodista cultural. Estudió comunicación social en la Universidad Javeriana y en la Universidad Central. En esta última realizó el Taller de escritores. Su libro de cuentos La vida sin dioses fue publicado en 2021 por Calixta Editores. Ha escrito sobre libros, música y películas, periodismo del yo y artículos por encargo en El Espectador, Bacánika, Cáñamo, El Universal, Contexto Media y Cartel Urbano, entre otros medios.