Volver, sanar, sembrar: así fue el renacer cafetero de Conejo

En un corregimiento de La Guajira que otrora fue dominado por la Bonanza Marimbera y el fuego cruzado del conflicto armado, un grupo amplio de familias campesinas y de excombatientes siembra café. Esta crónica relata los bemoles de dicha transición y las heridas que poco a poco han ido cicatrizando.

POR William Martínez

Septiembre 19 2024
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El sol incandescente de La Guajira aquí pierde ardor. Es el corregimiento de Conejo, ubicado en el municipio de Fonseca, a los pies de la majestuosa Serranía del Perijá. Para entrar o salir de esta población, con cerca de dos mil habitantes, hay que atravesar el arroyo Masteban. Su vegetación es abundante, su clima es fresco y sus tierras son fértiles para sembrar maíz, ahuyama, yuca, tomate y café. De hecho, esta es la despensa agrícola del sur del departamento y ha sido el refugio histórico de cientos de personas desplazadas por la violencia. Hasta aquí llegaron después de los enfrentamientos del Bogotazo, la Bonanza Marimbera y el conflicto armado en el Caribe colombiano. 

En este momento, la población de Conejo, constituida en buena parte por víctimas de la guerra y firmantes del Acuerdo de Paz, está construyendo la primera ruta turística del café. Pero antes de contar cómo se está fraguando esta iniciativa, seguiremos las huellas de la cultura cafetera que se instauró en el corregimiento hace más de un siglo. Durante la Guerra de los Mil Días, el coronel Wenceslao Acosta Carrillo anduvo con sus tropas por la Serranía del Perijá, donde visualizó un espacio ideal para la creación de fincas cafeteras. En 1904, según narra el libro Conejo. Territorio de mil colores (2020), se inauguraron las primeras fincas. Debido a la espesura del monte, los trabajadores tuvieron que usar hacha y machete para desbrozar, y pico y pala para hacer los caminos que hoy estamos recorriendo. 

En 1975, mientras iniciaba la Bonanza Marimbera, y con ella las fumigaciones aéreas para erradicar los cultivos de marihuana que se expandían velozmente por la costa Caribe, la Asociación de Cafeteros de Conejo emprendió una lucha para crear el primer colegio en la vereda Las Colonias. Una década más tarde, gracias a la perseverancia de las juntas de acción comunal, el corregimiento tuvo vías terciarias y puesto de salud. En 1988, se lanzó el primer Festival del Café, en el que los campesinos compartían sus experiencias y sus saberes en torno al cultivo. Pero a finales de los años noventa todo cambió. Y la tradición cafetera, el patrimonio inmaterial más valioso de Conejo, fue socavado y bordeó la desaparición. 

La cultura cafetera se debilitó por la llegada al territorio del EPL, las AUC y las FARC. Las fincas fueron abandonadas masivamente y el Festival del Café dejó de realizarse. Muchos jóvenes campesinos fueron ejecutados extrajudicialmente y los viejos cayeron en depresión. Conejo se convirtió en un corredor estratégico fundamental para los grupos armados. Los combatientes reponían fuerzas en las casas y continuaban su rumbo hacia Venezuela, donde evadían los bombardeos del ejército colombiano y forjaron redes de apoyo transnacionales. Varias de las matanzas perpetradas en este territorio se dieron por suposición y para infundir miedo: los líderes comunitarios fueron señalados de ser colaboradores de la guerrilla. Así murió Gregorio Márquez, un campesino de 34 años que fue como un padre para Mayerly Aragón, una de las mujeres que más ha trabajado por recuperar la memoria cafetera en el corregimiento. 

 

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Mayerly es nuestra anfitriona para recorrer Conejo. Lleva una pañoleta colorida en la cabeza. Tiene los ojos oscuros, la mirada profunda, la voz pausada. Acaba de cumplir 50 años y es la representante legal de la Asociación de Mujeres Caficultoras de la Serranía del Perijá (Asmuperijá). Luego de avanzar en camionetas 4x4 por vías zigzagueantes de barro seco, un grupo de periodistas y creadores de contenido tomamos un baño en el arroyo. Después parqueamos frente a fincas cafeteras, donde se puede aprender paso a paso cómo se realiza el procesamiento del fruto, y empezamos una caminata por Cerro Largo para internarnos en la serranía. 

La Serranía del Perijá inicia en Codazzi, Cesar, y se extiende hasta Montes de Oca, en La Guajira, sitio de imponentes cascadas y pozos de agua cristalina. Es la segunda fábrica natural de agua de la región Caribe, después de la Sierra Nevada de Santa Marta. Allí llegan cientos de devotos del turismo de naturaleza para hacer caminatas ecológicas, avistar pájaros y hongos, practicar rápel y conocer cómo se produce el café, que es exportado a Japón y a algunos países europeos. Tiene un sabor suave, acidez media y notas achocolatadas y cítricas. A diferencia del que es sembrado en el sur del país, este es más balanceado, gracias a que los vientos alisios que llegan desde el mar Caribe chocan con las montañas y se producen los abonos que definen su particular sabor. 

Decido alejarme del grupo y caminar la mayor parte del trayecto –unas dos horas ida y vuelta– en solitario. En algunos tramos no siento la presencia de una sola alma; en otros, apenas el correteo inofensivo de las gallinas entre los matorrales. Pienso en Toby, el labrador que me acompaña en casa desde hace seis años, y un pozo oscuro se incrusta en mi pecho. Antes de salir del hotel en la mañana, escribí un correo a la Clínica de Pequeños Animales de la Universidad Nacional, en Bogotá, para agendar un control en el que evaluarán si han servido sus medicamentos contra el cáncer. 

No contemplamos ni vamos a contemplar juntos el verdor de estas montañas. Pienso que me hubiese gustado viajar con él y me atraganto de nostalgia por lo que no hemos vivido. Observo mis pensamientos en bucle, los desafío y me digo que hicimos algo menos apasionante que viajar pero más importante: construir una cotidianidad, acompañarnos después de difíciles cirugías, defendernos de la soledad. Entre estos árboles enormes de raíces serpenteantes, entre estas plantas medicinales (la bugambilia, la trinitaria, la sanguinaria) y entre estos insectos-mutantes que no había visto antes, me estoy preparando para el duelo. 

Veo a lo lejos las siluetas de algunos de mis compañeros alzando los brazos victoriosos sobre una cima. No hay cámara que pueda capturar momentos como ese. Me afano por llegar y allí, donde se pueden avistar las montañas y las nubes con plena luminosidad a 2.200 metros de altura, salgo del embrollo psicológico y empiezo a sentir paz. La inmediatez se detiene aquí, porque no hay otro modo de avanzar que dando un paso tras otro con cautela. El ruido del casco urbano cesa aquí y es sustituido por las corrientes de viento. El verdadero sentimiento que provoca la montaña tiene que ver con algo ancestral, con una conexión espiritual que hemos olvidado. Los conocimientos fundamentales sobre uno mismo llegan quizás demasiado tarde. 

En el descenso nos espera jugo de toronja y arepa de queso costeño para reponer energías. Darwin Brito, un extensionista agropecuario –alguien que lleva el conocimiento agrícola a los campesinos y los incentiva a adoptar mejores prácticas para trabajar sus cultivos–, integrante de la ONG PASO Colombia, me cuenta que, antes de la pandemia, llegaron al territorio algunos turistas extranjeros para conocer las vivencias del conflicto armado y la cultura cafetera. Empezó entonces a resonar la idea de crear una ruta del café por las 250 hectáreas que están prestas para su cultivo. Pero las medidas de cuarentena frenaron todo. Ahora, la asociación que lidera Mayerly, colectivos campesinos y agencias de viaje están reviviendo la iniciativa. 

Para entender lo que está pasando en Conejo, debemos devolvernos a diciembre de 2022, cuando la Agencia Nacional de Tierras (ANT) y la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN) entregaron 188 hectáreas a 200 firmantes de paz. Allí se levantó la granja San Luis, donde se crían chivos, gallinas ponedoras y se siembran cultivos de pancoger. Este proyecto pionero, que demostró que los firmantes podían integrarse a la comunidad y servir a esta con sus productos, se multiplicó por la zona. Ahora los estudiantes del Sena viajan allí para capacitarse. 

Los reincorporados y la población local no solo aprendieron a habitar el mismo territorio, sino que han conformado familias. Llegaron 200 personas y ahora son casi 600, la mitad de ellos niños, me cuenta Darwin. Esto trasciende lo anecdótico por una razón: los adultos tienen como prioridad que sus hijos no repitan su historia y, coherentes con eso, han acordado no sembrar cultivos ilícitos, para ahuyentar el acecho de los grupos armados. 

Llegamos a la casa de Mayerly, en el casco urbano de Conejo. Para presentar su producto, el Café Dorado del Perijá, decidió cambiar su atuendo: lleva un traje típico color blanco y sombrero vueltiao. Mientras brinda una degustación de galletas de café, le pido un espacio para conversar. Ella me conduce hasta su habitación, pues solo allí podemos enmascarar el ruido que ahora ronda en su casa. Me cuenta que su historia de desplazamiento empezó el 5 de julio de 2000 a las cinco de la mañana. Aunque recordó paso a paso todo lo sucedido, prefiero omitir los detalles. No quiero que esta crónica sirva para revivir sus dolores más hondos ni los de otras personas que han perdido familiares por la guerra.

Mayerly perdió a un tío, que era como su padre, y migró junto con su madre y seis hermanos a Valledupar. Allí vivieron doce años. A pesar de los bombardeos y de todo lo que se cosía detrás del fuego en Conejo, ella no salió aliviada de su tierra. Extrañaba subirse a los palos para agarrar las mejores naranjas y aguacates. Extrañaba ver a su mamá recolectar los granos de café y acompañarla al pueblo para secarlos. Extrañaba, ante todo, vivir con su familia, todos juntos, el 31 de diciembre. 

–Con el desplazamiento se rompió todo. Las fincas quedaron abandonadas. Perdimos los vínculos afectivos porque todos nos dispersamos –dice. 

En 2013, aún con miedo por el fuego cruzado, decidieron volver a Conejo. Su madre, que cargaba con la melancolía del destierro, quería recuperar su vida en los cafetales. Con ayuda de la Federación Nacional de Cafeteros y la asesoría de una psicóloga, rehicieron su vida y conformaron la asociación que ella hoy lidera. 

Por pura formalidad periodística le pregunto cuántas bolsas de café venden y a dónde llegan. Me responde que en promedio 300 bolsas al mes, cuyo destino es Bogotá, Medellín y diferentes zonas de La Guajira. Pero lo que en realidad me interesa saber es cómo ella logró sanarse. El proceso inició cuando la ARN la invitó a visitar el Espacio Territorial de Capacitación y Reconciliación Amaury Rodríguez, ubicado en la vereda de Pondores, donde antiguos miembros de las FARC desarrollan proyectos agrícolas, de ecoturismo, ebanistería y confecciones. En un primer momento, Mayerly rechazó la propuesta. Tras conversar largo con la psicóloga, comprendió que no solo se trataba de una valiosa oportunidad para seguir reparando sus huellas emocionales, sino que su voz influiría en la decisión de otras mujeres. Aceptó.

Durante tres meses, las mujeres cafeteras trabajaban por un lado y las mujeres firmantes del acuerdo de paz por el otro. No pasaban del buenos días. Un día decidieron acortar la distancia sentándose a conversar, compartiendo historias transidas por la angustia, la locura, el abandono. Mayerly vio con mayor nitidez que nadie es del todo un demonio o un ángel encendido. Se conmovió al escucharlas clamar que no querían volver al monte ni portar armas cruzadas. Lloraron, se abrazaron, hicieron lo necesario para trabajar juntas. 

Aunque quiero saber más, soy consciente de que afuera hay otros periodistas y creadores de contenido esperando conocer su historia. Para terminar, le pregunto de qué forma el liderazgo en la asociación ha impactado su espíritu. Guarda silencio, depura sus ideas, dice: 

–Antes era una mujer muy altiva e impulsiva. Después de escuchar tantas historias conmovedoras en este territorio, soy más amorosa y empática. No permito el maltrato. Ni a las mujeres ni a los animales ni a las plantas. Logré sanar mi corazón. 

ACERCA DEL AUTOR


Periodista cultural. Sus reseñas y reportajes han sido publicados en El Espectador, Arcadia, Cromos, Shock y el Instituto Distrital de Turismo. Investigó para Netflix la serie El robo del siglo. Fue editor de la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Ha recibido en dos ocasiones el Premio de Periodismo Álvaro Gómez Hurtado.